Semilla fértil
Alejandra María Sosa Elízaga**
Dice el dicho que ‘al que mata un perro lo llaman mataperros’.
Claro, si luego le da por seguir matando perros, entonces sí amerita ese calificativo, pero si la muerte del perro fue accidental, un evento único en su vida, entonces esa persona no merece que le pongan ese mote.
Ese dicho ejemplifica algo que solemos hacer: calificar a los demás, e incluso a nosotros mismos, confundiendo los hechos con las personas.
No decimos: ‘es un buen médico, que cometió un error’, sino ‘es un pésimo médico’; ‘es una buena persona que hizo algo malo’, sino ‘es mala persona’; ‘dijo una indiscreción’, sino ‘es una chismosa’, ‘tomé una mala decisión’, sino ‘soy un desastre’.
Y cuando en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 13, 1-23), escuchamos la parábola del que salió a sembrar semilla que cayó en diversos terrenos, y recibimos la explicación de Jesús acerca de lo que cada terreno significa (el camino: los que no quieren entender la Palabra; el pedregoso: los inconstantes; el espinoso: los superficiales, y finalmente el fecundo: los que escuchan y acogen la Palabra y dan fruto), probablemente consideramos que esos terrenos describen personas, pero más bien cabría pensar que describen estados de ánimo, momentos por los que atraviesan dichas personas, sea en un mismo día o en semanas, meses o años.
¿Qué importancia tiene hacer esta diferencia?
Que si pensamos que alguien es y siempre será, terreno pedregoso o espinoso, ya ni para qué nos preocupamos en sembrarle alguna semilla.
Pero si pensamos que su momento de ser pedregoso es pasajero, y puede volverse terreno fecundo, entonces sí que consideramos que vale la pena sembrar algo en su corazón.
Por poner un ejemplo. Una persona tiene un pleito terrible con un familiar. Está furiosa. Y una amiga suya habla con ella y la invita a perdonarlo, recordándole algo que Jesús dijo sobre el perdón.
Siembra en ella la fértil semilla de la Palabra.
Y tal vez una parte de ésta cae cono en un camino y es comida por las aves de la ira, de la soberbia, del rencor.
Y quizá otra parte cae entre piedras y pasados los días, como que quiere dar fruto, pero el recuerdo de lo que pasó y el enojo la resecan y la matan; y puede ser que otra cae en tierra que parece buena y después de otros días, comienza a crecer, pero la ahogan los espinos de las opiniones ajenas (‘¿cómo que lo vas a perdonar?’, ¡no se lo merece!), o de las demasiadas ocupaciones (luego le llamo, ahorita no tengo tiempo...).
¡Ah! pero una parte cae en tierra fecunda, y tarde o temprano va brotando, va brotando, como una presencia en la conciencia que no deja que a aquella persona se le olvide que está llamada a perdonar.
Y por fin llega el momento en que hace caso y perdona, y esa semilla da por fin el fruto que desde el principio estaba destinada a dar.
Y es que cabe hacer notar que la semilla sembrada por aquel sembrador es siempre fértil, siempre fecunda.
Es muy significativo que en este domingo en que se proclama la parábola del sembrador, se proclame como Primera Lectura un bello texto del profeta Isaías en el que Dios afirma:
“Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la Palabra que sale de Mi boca: no volverá a Mí sin resultado, sino que hará Mi voluntad y cumplirá su misión” (Is 55, 10-11).
La Palabra de Dios nunca es infecunda, cumple siempre Su misión, siembra una semilla de amor, de paz, de perdón, que tarde o temprano fructifica en el corazón.
Por eso vale la pena aprovecharla, sembrarla, sin importar a dónde caiga.
Si aconsejamos a otros con nuestras propias palabras, nuestro esfuerzo puede resultar estéril, pero si nos aseguramos de que nuestros consejos, nuestras palabras de aliento o de corrección fraterna, contengan siempre la semilla eficaz de la Palabra, podemos tener la certeza de que sin importar que por ahora parezca que la sembramos en vano, fructificará, ni duda cabe, tarde o temprano.