Ver la luz
Alejandra María Sosa Elízaga**
No todos los que están a oscuras quieren que se encienda la luz.
Por ejemplo, los que aprovechan la oscuridad para dormir; los que se ocultan en ella para que nadie los vea hacer algo malo o para que nadie note su presencia, y los que ya se acostumbraron a estar sumidos en la negrura.
Y si todos ellos se vieran repentinamente envueltos en una poderosa luz, seguramente su reacción sería cerrar los ojos, o tapárselos con la mano, o voltear para otro lado, o darle la espalda a la luz, y exigir: ‘¡ya apáguenla!’
Consideraba esto al leer que en la Primera Lectura de la Misa dominical (ver Is 8,23-9,3), el profeta Isaías dice que “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció” (Is 9,1).
Este texto se suele proclamar también en Navidad, y lo de la luz resplandeciente nos trae a la mente una escena de tarjeta navideña: la hermosa estrella de Belén que brilla sobre el portal de Belén, donde María y José, pastores y magos contemplan embelesados al Niño Jesús que irradia una atrayente claridad.
Pero la realidad puede ser muy diferente.
Esa luz que Dios hace resplandecer sobre nosotros no siempre ni en todos despierta admiración y embeleso.
A los que están espiritualmente dormidos, a quienes viven una religiosidad a la medida de sus sueños, en una relación de ‘sólo mi Dios y yo’, esa luz los molesta porque los obliga a despertar y mirar alrededor y darse cuenta de que no pueden seguir en la evasión, porque están rodeado de hermanos, hijos de su mismo Padre, que necesitan su ayuda y compasión.
A los que han permitido que Dios entre en su vida, pero cerrándole ciertas puertas y poniéndole un ‘hasta aquí’ para no dejarlo entrar a fondo, para que no les pida más de lo poco que están dispuestos a dar, esa luz los inquieta e incomoda, porque penetra y alumbra sus rincones más oscuros y los obliga a reconocer que necesitan la ayuda de Dios para cambiar.
A los que quieren limitar su fe al mínimo posible, cumplir por cumplir y pasar desapercibidos, esa luz los desinstala de su anonimato, les echa encima un reflector, los obliga a dejarse ver, y ser solicitados, invitados, integrados en una comunidad.
A los que ya se resignaron o acostumbraron a vivir envueltos en la tiniebla del pecado, esa luz los obliga a reconocer que es mejor que vivir en una oscuridad que paraliza; los hace vislumbrar que sólo si se dejan alumbrar podrán caminar en libertad.
No es fácil dejarse iluminar por esa luz.
Especialmente cuando el mundo nos ofrece otras luces que nos parecen preferibles porque nos dejan como estamos, no son tan penetrantes, tan indiscretas, tan insistentes, tan iluminadoras como la luz de Dios.
Es fuerte la tentación de cerrar los ojos ante esa luz, volver la cabeza, darle la espalda
Dice el Papa Francisco: “El Señor llama a la puerta de nuestro corazón. ¿Quizás hemos colocado un pequeño cartel que dice: ‘No molestar’?
Nos parece cómodo permanecer en la penumbra, pero ello nos separa de Aquel que es Luz del mundo.
Por eso en el Evangelio dominical (ver M7 4, 12-23), Jesús nos pide conversión, es decir, cambiar de mentalidad, cambiar de rumbo. En otras palabras dar ‘vuelta en U’ para no seguir caminando sobre nuestra propia sombra, atrevernos a volvernos hacia Él, no cerrar los ojos a Su resplandeciente claridad, dejar que nos envuelva, y sí, también tal vez nos incomode y nos deslumbre, pero nos rescate al fin de las tinieblas.