Justo por pecadores
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cuando lees que se ‘hará justicia’, ¿qué imagen viene a tu mente?, posiblemente piensas que alguien que ha hecho algo indebido, ilegal, abusivo, injusto, recibirá el castigo que merece.
Así pues, cuando en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 42, 1-4; 6-7) leemos que Dios anuncia de Su siervo, al que sostiene, de Su elegido en quien tiene Sus complacencias, que en él ha puesto Su espíritu “para que haga brillar la justicia sobre las naciones”(Is 42,1), no podemos menos que temer el juicio que hará este enviado de Dios, que conoce todo lo que cada uno ha hecho, tiene poder de penetrar las conciencias, nada se le escapa y nadie le engaña, pues su juicio será no sólo certero sino seguramente implacable, así que ¡sálvese quien pueda!
Entonces seguimos leyendo y nos quedamos boquiabiertos ante la descripción de cómo se comportará ese siervo que viene a hacer brillar la justicia: “No gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles, no romperá la caña resquebrajada, ni apagará la mecha que aún humea” (Is 42, 2-3).
¡Esto sí que no nos lo esperábamos!
Nosotros que tenemos una imagen muy ‘humana’ de lo que es aplicar la justicia, nos desconcertamos ante lo que plantea Dios.
Que Su enviado no vendrá a arrasar, no vendrá a imponerse por las malas, no aniquilará a los injustos.
Vendrá en un plan ¡muy diferente!
Dice el Señor que lo enviará a ser luz de las naciones, a abrir los ojos de los ciegos, a sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas (ver Is 42, 7).
Captamos entonces que el Señor conocedor de que la causa de la injusticia en el mundo es la ceguera de los seres humanos, que vivimos cautivos en las prisiones de nuestro propio egoísmo, de nuestra conveniencia, de nuestros propios intereses; encerrados en la mazmorra del pecado, envueltos en la tiniebla del miedo y la desesperanza, quiere ponerle remedio, tratar de prevenirla, ofrecernos una salida que nos permita librarnos de la injusticia.
Y lo hace de la manera más inesperada.
Sobrepasa lo que prometió por boca del profeta Isaías, y de entrada no envía a un siervo Suyo, sino a Su Hijo amadísimo (ver Mt 3,17), y lo envía, no a ‘darnos nuestro merecido’, sino a darnos lo más inmerecido: Su solidaridad, Su amor, Su mano tendida para rescatarnos del lodazal en el que estábamos metidos.
Narra el Evangelio que Jesús fue al río Jordán, a donde estaba Juan el Bautista, y le pidió que lo bautizara.
Y cuando éste se resistía pensando, no sin razón, que más bien era él, Juan, quien debía ser bautizado, Jesús insiste y le explica: “conviene que así cumplamos toda justicia” (Mt 3, 15).
Manifiesta así que Él es el Enviado del Padre, el que viene a cumplir con esa justicia anunciada por Dios, pero no viene a cumplirla a la manera de los hombres, arrasando, imponiendo, castigando, sino a la manera divina: desde la caridad, la comprensión, la compasión; renunciando a los privilegios de Su condición divina, para hacerse realmente el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
¿Qué necesidad tenía el Justo de mezclarse con los injustos?, ¿qué necesidad tenía Aquel que nunca cometió pecado, de entrar al agua a ser bautizado como los demás pecadores? ¡Ninguna necesidad!, pero eligió hacerlo porque fue enviado a rescatarnos de nuestras miserias y para lograrlo debía asumirlas hasta sus últimas consecuencias.
¡Qué cierto es lo que de Jesús dijo Juan el Bautista: “entre vosotros hay uno al que no conocéis” (Jn 1, 26)!
Entre nosotros está y no lo conocemos.
Y por eso cuando caemos, cuando pecamos, pretendemos escondernos de Él, pensando que nos contempla enojado desde el cielo.
¡Ya es hora de darnos cuenta de que ha bajado de allí, se ha puesto a nuestro lado, de nuestro lado, para rescatarnos, para tendernos amoroso la mano!