Debilidad y fortaleza
Alejandra María Sosa Elízaga**
Ver que lo que parecía sólido y resistente se tambalea o peor, se desmorona, nos desconcierta y desanima, pensamos: ‘si eso sucedió con lo que se veía tan macizo, ¡qué no sucederá con lo endeble!’
Es significativo que el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 21, 5-19), empieza y termina aludiendo a la solidez, a la firmeza, pero en sentidos muy diferentes: por un lado se refiere a la fragilidad de lo que parece sólido, y por otro, a la fuerza de lo que parece débil.
Al comienzo narra que cuando los Apóstoles admiraban la solidez y belleza del Templo de Jerusalén, Jesús les aseguró que un día de todo eso no quedaría piedra sobre piedra.
Los ha de haber desconcertado.
Parecía mentira que una edificación tan grandiosa fuera a quedar en nada, aunque desde luego era posible, no sería la primera vez (siglos antes, el primer Templo, edificado por el rey Salomón fue totalmente destruido).
De entrada tenemos una invitación tácita a no poner nuestra confianza en las cosas de este mundo, por estables que parezcan, porque no lo son en realidad, y si nos apoyamos en ellas, nos quedaremos, como se dice popularmente ‘colgados de la brocha’.
Luego, Jesús anunció una serie de acontecimientos, a cual peor de catastróficos, y concluyó diciendo: “si se mantienen firmes, conseguirán la vida”.
Casi podemos imaginar a Sus discípulos reflexionando consternados: ‘¿pero qué esperanza tenemos nosotros de mantenernos firmes?, si algo que parecía tan indestructible como el Templo, hecho de piedra, se derrumbará, ¡cuánto más podemos derrumbarnos nosotros, que somos de carne y hueso!
Y es verdad.
Por más que los seres humanos nos creamos muy fuertes y capaces de enfrentar y superar lo que sea, no lo somos.
Un catarrito nos tumba en cama, una mala noticia nos pone a temblar, la pérdida de un ser querido nos devasta, una tentación nos hace tropezar.
¿Por qué entonces nos pide Jesús que nos mantengamos firmes?, ¿no sabe que está pidiéndonos un imposible?
Claro que lo sabe.
Sabe que lo que nos pide es imposible para nosotros, pero no para Él.
Sabe que podremos cumplirlo si nos tomamos de Su mano.
Dice el salmista: “Mi alma está unida a Ti y Tu diestra me sostiene” (Sal 63,9)
Para que podamos mantenernos firmes pase lo que pase, y perseverar hasta el final, como nos lo pide Jesús, tenemos que mantenernos unidos a Él, que nos tiende la mano y nos sostiene.
Como le tendió la mano a Pedro para sostenerlo y no dejar que se ahogara cuando éste se bajó de la barca queriendo caminar sobre las aguas (ver Mt 14, 31), nos rescata a nosotros cuando las aguas turbulentas de la tentación, las preocupaciones, los miedos, el pecado, amenazan con hundirnos.
Como tocó al ciego (ver Mc 8,23), nos toca a nosotros y nos abre los ojos para que podamos leer Su Palabra y descubrirlo presente en nuestra vida.
Como tocó al leproso (ver Mt 8,3), nos toca a nosotros y nos limpia de nuestras lepras, de nuestros pecados.
Como tocó a la hija de Jairo (ver Mt 9, 25), nos toca a nosotros y nos ayuda a levantarnos de nuestra postración, de lo que nos inmoviliza e impide amar y servir.
Como mostró a Sus apóstoles las manos, para que vieran en ellas la señal de la crucifixión, y les deseó la paz (ver Jn 20,19-21), nos las muestra a nosotros para que recordemos que la paz no nos viene de que todo nos salga bien, de que nunca nos enfermemos, no se nos muera nadie, no nos pase nada difícil o doloroso, la paz nos viene de saber que desde la cruz Cristo asumió todas nuestros dolores, miedos, miserias y nos libró del pecado y de la muerte, así que no importa qué nos suceda, qué situaciones difíciles o catastróficas nos toque vivir, podemos ofrecérselo todo al Señor, unir nuestro dolor al Suyo y hallarle su sentido redentor, convertir lo que sea que nos toque enfrentar, en senda de paz y santidad.
Consideremos esto: de una edificación, ¿qué es lo más sólido?, donde hay una columna y una trabe, un apoyo vertical y otro horizontal. La cruz es ese apoyo en nuestra vida espiritual.
Cristo nos pide tomar nuestra cruz de cada día, no para que nos agobie su peso, sino para que nos apuntale el corazón, y nada lo pueda derrumbar.
Sí podemos tener la esperanza de mantenernos firmes hasta el final y conseguir la vida, porque Jesús nos da lo que nos pide: con Su mano nos sostiene y con Su cruz nos consolida.