Atención inesperada
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘Hay de pecadores a pecadores’, decía un amigo otro día, y explicó a qué se refería:
‘Hay pecadores que lo son simplemente porque pertenecen al género humano, marcado por el pecado, pero las faltas que cometen francamente no son nada, digo, si vemos las vidas de los santos, ¡qué paciencia tenían!, ¡qué caridad!, por ejemplo santa Teresita del Niño Jesús, santa Faustina Kowalska, muriéndose de tuberculosis pulmonar e intestinal, con unos dolores intensísimos y todavía se daban tiempo de escribir su diario, de orar, de ofrecer a Dios sus sufrimientos, de edificar a sus semejantes, ¿qué pecados tenían?, realmente creo que ninguno, habría que buscar con lupa para ver si acaso había algún pecado venial.
A santa Teresita la impacientaba que una religiosa se parara en la puerta de su cuarto y se quedara allí viéndola sufrir, como si fuera un espectáculo, y a santa Faustina la mortificaba que la hermana que la atendía se olvidara de traerle agua, pero ninguna de las dos se quejó ni ahorcó a la hermana en cuestión, ¡claro, por algo eran santas!, vivían heroicamente las virtudes, así que cuando leo que se confesaban cada semana, me pregunto, ¿pues de qué se confesarían?, si yo creo que no eran capaces ¡ni de matar una mosca!
Claro, se entiende que a diferencia del fariseo del que hablaba el Evangelio el domingo pasado, ellas no se creían perfectas ni mejores que nadie y por eso se confesaban y seguro encontraban alguna falta que no era grave pero era algo que podían mejorar.
Y creo que ésa es la clase de pecadores a la que se refiere la Biblia cuando dice que Dios ama a los pecadores, o cuando el Papa Francisco dice que oremos por él que es un pecador, pero ¿qué pecador va a ser?, ¡si es un alma de Dios!, es bueno como el pan, compasivo, sencillo, entregado al máximo, por favor, ¡qué pecador ni qué nada!
En cambio estamos los otros pecadores los que sí merecemos ese nombre, los que cometemos pecados gordos, nos portamos de veras mal, somos violentos o infieles o vanidosos o ‘transas’ o injustos.
Pienso en el adúltero que no quiere dejar a su amante; en el que roba en su trabajo y obtiene ganancias medio chuecas (o chuecas y media), en el avaro, que dilapida su dinero en tonterías pero no suelta un quinto para ayudar a otros, etc. etc.
Pienso en los pecadores desagradables, aborrecibles, y también en los que racionalizamos que no hacemos algo grave, pero somos egoístas, o comodinos, o como dice el Papa Francisco, corruptos, hipócritas y asesinos que matamos con la lengua hablando mal de otros.
Y me temo que eso de que Dios ama a los pecadores aplica a los primeros, a los pecadores ‘light’, que cometen minucias que son fácilmente perdonables, pero a los segundos ¿cómo nos va a querer?
Y me desespero, porque yo soy de esos pecadores de ‘peso pesado’, y hace quién sabe cuándo dejé de confesarme porque considero que no tengo remedio, así que ¿cómo voy a pretender que Dios me vaya a querer?’
La respuesta a su desesperanzada disquisición llega oportuna en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 1-10), que narra lo que sucedió a quien podría haber sido calificado como pecador de ‘peso pesado’: Zaqueo, un hombre que no sólo no tuvo empacho en trabajar para los romanos, invasores que oprimían su patria, sino que para colmo trabajaba cobrándoles a sus paisanos los impuestos que imponían los romanos, y, todavía peor, les cobraba de más para obtener jugosas ganancias.
Sobra decir que por su falta de solidaridad y ética se había ganado a pulso que lo odiaran y despreciaran, y además era tenido por ‘impuro’, por su trato continuo con los paganos.
Si hay alguien que podía sentirse indigno del aprecio de sus semejantes y del amor de Dios, era Zaqueo.
Entonces sucedió que a la ciudad donde vivía llegó Jesús, y él fue a ver si lograba conocerlo, pero “la gente se lo impedía” (Lc 19, 3).
San Lucas, que es muy delicado en sus juicios, da a entender que como Zaqueo era bajito de estatura, no alcanzaba a ver por encima de la multitud, pero la verdad es que podemos imaginar que cuando la gente veía que el Zaqueo estaba tratando de ver a Jesús, se le ponían enfrente nomás para fastidiarlo.
Pero Zaqueo no se amilanó y tuvo una ocurrencia: “corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí” (Lc 19, 4).
No pretendía otra cosa que mirar de lejos a Jesús. Sabía que no tenía la menor oportunidad de acercársele y además seguramente se sentía indigno de hacerlo.
Pero sucedió lo inesperado.
Jesús pasó por debajo del árbol en el que estaba encaramado Zaqueo, levantó la vista y le dijo: “Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa.” (Lc 19, 5).
‘¿¿¿Quéééé???, ¿¿¿Hospedarte Tú en mi casa???, ¿¿de veras??, ¿¿sí estás consciente de que soy un publicano, abusivo, ratero, pecador de lo peor???’, quizá eso hubiera podido replicar Zaqueo, pero no lo hizo, simplemente “bajó enseguida” (tal vez de la puritita impresión se cayó de la rama en que estaba encaramado) y “lo recibió muy contento”.
Cuando menos pensaba que podía acercarse a Jesús, ¡¡Jesús se le acercó a él!!
Y es que para Jesús no hay nadie indigno de Su amor, nos ama a todos, y se acerca a todos, por chicos o grandes que sean nuestros pecados.
Lo único que necesitamos es, como pedía el Papa Juan Pablo II, ‘abrir las puertas de par en par a Cristo’, tener la disposición de recibirlo.
Jesús pidió hospedaje y Zaqueo lo hospedó.
Es interesante que no dice que Jesús sólo fue a comer sino que Zaqueo “lo recibió”.
Da la impresión de que Jesús se quedó allí al menos ese día, quién sabe cuánto tiempo más, lo suficiente para tocar el corazón de Zaqueo y moverlo a conversión.
También a nosotros el Señor nos mira cuando menos pensamos que se fija en nosotros, cuando más lejos de Él nos sentimos, cuando pensamos que es imposible aproximarnos, nos mira y tiene hacia nosotros una mirada de amor, un gesto de amistad, una atención que no esperábamos.
Y a veces justo después de haberle fallado, cuando pensamos, dijimos, hicimos o dejamos de hacer algo que sabemos que no estuvo bien, Él nos colma con Su gracia, nos hace un gran favor, nos concede algo que le pedimos.
Y pensamos ‘¡era para que ahorita hubiera hecho bajar fuego del cielo para achicharrarme y en cambio ¡me regala esto!’
Es que cuando más nos sumimos en la oscuridad, más quiere iluminarnos.
Dios nunca deja de amarnos, nunca se aleja de nosotros, somos nosotros los que a veces le cerramos la puerta.
Si ya no te confiesas, le cierras la puerta al Señor que viene hacia ti con los brazos abiertos a ofrecerte Su perdón y a darte Su gracia para superar el pecado.
Si dejas de ir a Misa, le cierras la puerta al Señor que te había reservado un sitio junto a Él en la mesa del banquete.
Si dejas de rezar, de leer la Palabra, cierras los oídos a la voz de Dios que te pide hospedarlo en su casa.
El Evangelio dominical devuelve la esperanza a quien creía que ser pecador es un impedimento para acercarse al Señor, no lo es, al contrario, si el que está enfermo no acude al médico, ¿quién lo ayudará a sanar?, si el que está caído no toma la mano que se le tiende, ¿cómo se logrará levantar?
La Lectura que se proclamó este jueves en Misa, decía que nada puede apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor (ver Rom 8, 39).
Para Él no hay ‘de pecadores a pecadores’, a todos nos ama y a todos nos rescata de nuestros pecados con Su amor.