Oración y justificación
Alejandra María Sosa Elízaga**
Muchos de Sus oyentes se han de haber quedado ‘turulatos’ cuando Jesús les reveló que un hombre aparentemente ejemplar, estaba muy lejos de servir de ejemplo.
Me refiero a una parábola que contó Jesús y que se proclama este domingo en Misa:
“Dos hombres subieron al templo para orar; uno era fariseo (es decir, de una secta religiosa cuyos miembros se preciaban de cumplir minuciosamente la ley de Moisés, considerando que con ello obtendrían su salvación), y el otro, publicano (es decir, que trabajaba para los romanos, que estaban gobernando su país, recolectando impuestos a sus paisanos judíos, por lo que era considerado traidor y ladrón: un pecador). El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.'
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.’
Pues bien, Yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 9-14).
Los que escucharon esto han de haber repasado mentalmente todo lo que Jesús contó del fariseo y probablemente así de buenas a primeras no hallaron nada reprobable y se preguntaron: ‘¿pues qué hizo mal?’
Fue al templo a orar, eso suena bien, se ve que era una persona de fe, cuántos no se paran ni de casualidad por allí.
Luego se puso a darle gracias a Dios, se ve que era un hombre agradecido, cuántos nunca le agradecen a Dios todo lo que hace por ellos.
Y lo que le agradecía a Dios pues realmente era motivo de gratitud, no ser ratero, no ser injusto, no haberle sido infiel a su esposa, ni trabajar para los paganos extranjeros que oprimían a su pueblo. El hecho de que le agradezca eso a Dios muestra que se da cuenta de que no ha caído en esas situaciones porque ha contado con el favor de Dios.
Aparentemente su oración es impecable.
Entonces, ¿en qué falló?
En estas cuatro actitudes:
- Estaba lleno de soberbia. A diferencia del publicano que probablemente se había postrado o al menos mantenía la cabeza baja y no se atrevía a alzar la vista, el fariseo oraba erguido, se mostraba muy orgulloso de sí mismo. Más que venir a ver a Dios, daba la impresión de que venía para ser visto.
- No tenía misericordia. Juzgaba y despreciaba a los demás.
- Nunca mencionó sus faltas, ni pidió perdón por ellas.
Si hubiera hecho un concienzudo examen de conciencia, hubiera tenido que encontrar mucos pecados por los cuales pedir perdón a Dios, y entonces la balanza de su oración se hubiera equilibrado, no sólo hubiera agradecido lo bueno, sino reconocido lo malo y pedido perdón.
Y si hubiera empezado mencionando sus faltas, ya no se hubiera atrevido a compararse favorablemente con el publicano. Ni modo de decir: ‘gracias, Señor, porque no soy como ese publicano, pero soy ¡peor!, porque he cometido esto y lo otro.’
A quien reconoce sus propios pecados ya no le quedan ánimos ni tiempo de ponerse a señalar los pecados de los demás; tiene suficiente trabajo con lo que descubre que debe corregir y mejorar en sí mismo. - Alardeó.
No resistió la tentación de mencionar que ayunaba y daba al templo el diez por ciento de todo lo que ganaba.
¿Qué pretendía?, ¿que Dios le estuviera agradecido y tuviera que devolverle el favor?, ¿que los demás lo alcanzaran a oír y lo admiraran?
El fariseo hizo bien en ir al templo a orar, hizo bien en ser agradecido con Dios, implícito reconocimiento de que todo lo bueno que era y tenía lo debía a Su Divina Providencia, pero le faltó humildad, contrición, caridad y discreción.
Pidámosle al Señor nos conceda esas cuatro virtudes, para que no nos suceda como a este fariseo, que salió de orar satisfecho y confiado, pero a los ojos de Dios no fue justificado.