Dónde poner el corazón...
Alejandra María Sosa Elízaga**
El paisaje estaba de cabeza pero era fantástico.
Las nubes tenían los bordes naranjas y rosados, y al soplo del viento las hojas de los árboles se agitaban dejando ver detrás un sol inmenso, amarillo rojizo que lo pintaba todo de un vibrante color dorado.
En eso se alcanzó a oír un ruido como de motor y ¡zaaas! el paisaje se deshizo convertido en carretada de agua lodosa y sucia que cayó sobre mí como aguacero.
Pensé: 'es lo que saco por contemplar un charco en una calle transitada.'
Es que se reflejaba todo ¡tan bonito!
Fue una brusca vuelta a la realidad que me obligó a incorporarme, sacudirme y secarme, pero no sólo eso: me permitió darme cuenta de que todo a mi alrededor se había puesto infinitamente más espectacular: el cielo entero estaba rojo y lila, el sol era un gran disco colorado a punto de rodar sobre el borde oscuro de la montaña; había aparecido el lucero de la tarde y hasta una uñita de luna.
La vista no lograba absorber tanto color, tanta belleza.
A buen resguardo del charco, que ahora estaba otra vez lisito como espejo el muy hipócrita, le dirigí una última mirada, no exenta de cierto rencorcillo, debo admitirlo, y comprobé que aunque era un charco bastante grande, el paisaje que reflejaba no se comparaba ni de chiste con la realidad que ahora abarcaban mis ojos.
Eso me hizo recordar lo que dice San Pablo en la Lectura que se proclama hoy en Misa:
"Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo...Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra." (Col 3, 1-2).
A veces va uno por la vida fijándose sólo en los bienes 'de la tierra'; en las realidades inmediatas; en lo de acá abajo; en los 'charcos'; en cosas aparentemente bellas y buenas que en realidad son sólo un pálido reflejo de lo verdaderamente bello y bueno: los bienes de Dios.
Esto se debe a que vivimos en un mundo que nos quiere convencer de que los bienes que ofrece bastan para alcanzar la felicidad; que con tener cierto auto, una casa en cierta colonia, un cierto puesto de poder, seremos felices.
Y lamentablemente muchos se lo creen.
Leía en el periódico que un asaltante declaró que él y su banda no robaban por hambre sino para tener pulseras de oro, buenos coches y poder darse la 'gran vida'.
Qué triste que haya quien crea que los bienes de la tierra garantizan la vida.
Y peor aún si cree que podrá tener 'buena vida' haciendo el mal y despojando a otros.
En el Evangelio de hoy Jesús llama 'insensato' a todo aquel que 'amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios.' (Lc 12, 21).
Lo que vale ante Dios no es que tengas una esclava de oro, sino un corazón de oro; no es que te sirvan sino que seas capaz de servir; no es la rapidez de tu auto sino la rapidez con que perdonas, ayudas, tiendes la mano...
El mundo engaña cuando promete que los bienes garantizan la felicidad, no lo hacen.
Era acertado el título de aquella telenovela: 'Los ricos también lloran'.
La enfermedad, el dolor, la soledad, la muerte llega a pobres y ricos por igual.
Nadie se llevará sus posesiones materiales a la tumba, ¿qué caso tiene pasarse la vida anhelándolas y/o acumulándolas?
Por eso San Pablo nos invita a poner el corazón en los bienes del cielo.
¿A qué se refiere?
Alguno podría pensar que se trata de algo que espera esté muuy lejano (el momento de morir y llegar al cielo); otro quizá crea que se trata de pasarse rezando todo el día o de hacer algo tan elevado y espiritual que le da flojera.
La verdad es que los bienes del cielo están muy a nuestro alcance y son infinitamente más satisfactorios que cualquier otra cosa: se trata de los bienes que Dios ha sembrado en nuestros corazones, como el amor, la fe, la esperanza, la justicia, la paz, el perdón...
Poner el corazón en ellos significa dejar que animen cada uno de sus latidos; significa vivir ejerciéndolos.
San Pablo nos invita a tener los pies bien puestos en la tierra, pero con la conciencia de que somos ciudadanos del cielo, de paso en este mundo, destinados a otra realidad en la que lo que cuenta no es acumularlo todo sino darlo todo.
Los bienes de la tierra están a nuestra disposición para que los usemos como instrumentos que nos ayuden en nuestro caminar hacia Dios, no son fines en sí mismos.
Y tienen algo muy malo: son muy pegajosos: se nos adhieren al corazón, nos convencen de que son indispensables y nos vuelven capaces de cualquier cosa con tal de conseguirlos o conservarlos.
Decía San Ignacio de Loyola que debemos usar todas las cosas en la medida que sirvan para el fin para el que fuimos creados que es la vida eterna.
Ello implica luchar continuamente para que los 'bienes de la tierra' no se nos vuelvan obstáculo, lastre; tener muy presente que no sólo no garantizan la felicidad eterna sino también estorban la felicidad en este mundo porque nos esclavizan, nos vuelven seres egoístas, frívolos, competitivos, preocupados por no perderlos y por acumular más; y nos aíslan de los demás y de Dios. Decía San Agustín que Dios nos creó para Él y nuestro corazón sólo descansa en Él. Tenemos en el alma un hueco del tamaño de Dios que sólo Él puede llenar.
Intentar llenarlo con 'bienes de la tierra' es conformarse con contemplar el cielo reflejado en un charco.
Cuidado.
No tarda en deshacerse el encanto y salpicarnos el fango...
*Del libro electrónico de Alejandra Ma. Sosa E, '¿Te has encontrado con Jesús?', ciclo C, p.14. Puedes leerlo gratuitamente aquí en Ediciones 72