Sol y barro
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Por qué buscas la amistad de alguien?
Posiblemente porque percibes en esa persona ciertas cualidades que te atraen.
Y ¿qué se necesita para que esa persona acepte tu amistad?
Supongo que se necesita que también ella encuentre en ti ciertas cualidades que aprecie.
¿Y si esa persona descubre que no tienes esas cualidades, o que las tenías pero las perdiste?
Lo más probable es que ya no te incluya en el selecto grupo de sus amigos.
Es una pena, pero así actúa la mayoría de la gente.
Y tal vez incluso los santos.
Me gusta leer biografías de santos, y cuando estoy leyendo alguna, y me maravillan las cualidades del personaje en cuestión, pienso: ‘¡si hubiera vivido en su tiempo, me hubiera encantado ser amiga suya!’, pero en seguida recapacito: ‘uy, pero ni de chiste me hubiera considerado su amiga, no califico!’
Por ejemplo, me temo que para ser amiga de santazos como san Pablo o san Francisco de Asís o santa Teresa de Ávila o san Ignacio de Loyola, me falta osadía, desprendimiento, devoción, caridad, total disponibilidad.
Claro por su gran misericordia, los santos se compadecen de los pecadores y admiten en su compañía a cualquiera, especialmente a quienes menos toleran (por citar dos casos, santa Teresita del Niño Jesús trataba con más amor a la monja que peor le crispaba los nervios, al grado que ésta se preguntaba: ‘¿qué cualidades ve en mí esta niña, que me quiere tanto?’, y de san Francisco de Sales se decía que si alguien deseaba que él lo atendiera con esmero, antes debían criticarlo o atacarlo públicamente, pues él era más amable y afectuoso con sus enemigos que con sus amigos), pero la verdad es que de los amigos uno espera ser amado, no sólo tolerado o compadecido. Queremos que quien acepte nuestra amistad, no lo haga pensando que así logrará ser mártir o santificarse ejerciendo con nosotros la caridad y la paciencia en grado heroico, ja ja ja, sino porque sencillamente nos aprecia como somos y disfruta nuestra compañía.
Así pues, con toda la pena del mundo debo reconocer que aunque les tengo mucha admiración y devoción a todos los santos, pido y agradezco su intercesión y les encomiendo mis intenciones y las de mucha gente, no alcanzo del todo a sentirme amiga suya porque siento que para eso, como se dice popularmente, no doy ‘el ancho’.
Ah, pero esta falta de amigos terrenos o celestiales se ve compensada y con creces por la mayor amistad que puede haber, la del Señor.
A diferencia de como se comportan las personas en este mundo, Jesús no busca nuestra amistad por nuestras cualidades, ni se aparta de nosotros por nuestros defectos.
Para Él todos damos ‘el ancho’, a todos nos considera Sus amigos, y no sólo nos tolera, sino nos valora y disfruta nuestra cercanía.
Prueba de ello es el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 36-8,3).
Allí nos narra san Lucas que estando Jesús en casa de un fariseo que lo invitó a comer, entró una mujer “de mala vida”, que con sus lágrimas bañó los pies de Jesús y los ungió con perfume.
Al fariseo le pareció mal que Jesús permitiera que lo tocara una pecadora.
Pero Jesús no estaba prestando atención a lo que ella había sido o había hecho en el pasado, a sus defectos o pecados, sino a que lloraba arrepentida, y le demostraba mucho amor.
¡Qué maravilla que para disfrutar de la cercanía de Jesús no tenemos que tener un expediente intachable, sino simplemente un corazón capaz de abrirse a Su perdón y a Su amor!
Jesús dijo que nos considera Sus amigos (ver Jn 15, 15), y la buena noticia es que Su amistad no depende de nuestros méritos o cualidades, porque de ser así nunca la hubiéramos conseguido o ya la hubiéramos perdido, sino que es incondicional, gratuita, total.
Tenemos otra muestra de ello al final del Evangelio dominical.
Dice que acompañaban a Jesús, además de Sus doce discípulos, “algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos...entre ellas iba María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que lo ayudaban con sus propios bienes.” (Lc 8,2-3).
¡Qué grupito! Había en él había varias ex endemoniadas, y de una ellas había expulsado nada menos que ¡siete demonios! Siendo el siete un número que en la Biblia significa plenitud, podemos pensar que antes de conocer a Jesús, ella había estado completamente inmersa en el mal, había sido lo que se dice una mala persona, una tremenda pecadora. Y había otra cuyo marido trabajaba ¡para el odiado Herodes!
Sin embargo Jesús las integró al círculo de Sus allegados.
Y allí estaban, sin duda alguna felices, sabiéndose plenamente aceptadas, acogidas.
Y la buena noticia es que así como Jesús las aceptó y acogió a ellas, nos acepta y acoge a nosotros.
No importa qué tantos defectos tengamos, qué tantos pecados hayamos cometido, qué tan negro sea nuestro historial, con quiénes nos hemos relacionado, qué hayan hecho nuestros parientes...
Jesús no espera de nosotros que seamos perfectos, espera solamente que le permitamos liberarnos de todo lo que venimos arrastrando, que le permitamos desterrar nuestra tiniebla con Su luz.
Decía bellamente la Primera Lectura que se proclamó este viernes pasado en Misa:
“El mismo Dios que dijo: ‘Brilla la luz en medio de las tinieblas, es el que ha hecho brillar su luz en nuestros corazones, para dar a conocer el resplandor de la gloria de Dios, que se manifiesta en el rostro de Cristo.
Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria proviene de Dios y no de nosotros mismos” (2Cor 4, 6-7).
¡Qué imagen tan sugerente!
Somos vasijas de barro, pero vino a hospedarse en nuestro interior el sol que nace de lo alto.
Resplandece en nuestra alma Aquel que vino a iluminar a los que vivimos en tinieblas y en sombras de muerte (ver Lc 1, 78-79).
Y aunque somos cacharritos de barro, y podemos estar más o menos desportillados, tal vez incluso con algunas rajaduras de consideración, nuestras cuarteaduras, las que hacen que otros nos vean feo y nos critiquen, a Él no lo espantan ni lo alejan, al contrario; aprovecha cada rendija para irradiar Su luz, para alumbrar nuestro camino y el de quienes nos rodean, y recordarnos que cuando más fracturas tenemos, cuando más quebrantados estamos, tanto más se manifiesta Su gloria, tanto más se cuela y sale y brilla e ilumina a todos Su luz.