No llores
Alejandra María Sosa Elízaga**
No llores.
¿Cuántas veces hemos oído esta frase?
Una amiga me contaba que un día su esposo le dio la noticia de que había fallecido una persona que ella quería mucho, y en cuanto acabó de dársela añadió. 'pero no llores'.
Es que lo ponía nervioso que ella llorara, no sabía qué decir o hacer, no se le daba eso de tener que abrazarla y dejarla que le empapara de llanto la camisa.
Otro amigo platicaba que en el funeral de su hermano, un tío se le acercó y le ordenó: 'tú no llores, ¿eh?, tienes que ser el fuerte, el pilar de tus papás'.
Confesaba que eso lo amoló, lo hizo tragarse el nudo en la garganta, y quedarse atorado en el duelo durante demasiado tiempo.
Estos casos son más comunes de lo que parece; son muchas las personas a las que en un momento dado alguien les ha pedido que no lloren, como queriendo decir que no hagan una escena, que no le hagan al drama, que no caigan en un recurso que a muchos les suena a chantaje sentimental.
También son muchos los papás que quizá con la sola intención de ahorrarse una pataleta les han salido a sus hijos con una exigencia que les ha hecho mucho daño: 'no llores, los hombres no lloran'.
Y probablemente no sólo hemos escuchado esta frase, tal vez la hemos dicho a otros o incluso a nosotros mismos:
Quizá alguna vez ante una ofensa, ante una humillación, nos hemos dado una orden interiormente: 'no llores, que no vea cuánto te dolió'; 'no llores, no le des el gusto de saber que te ha ofendido'; 'no llores, no le demuestres debilidad'.
Son numerosas las ocasiones en las que la gente suele pronunciar esa frase, y aunque puedan ser distintas entre sí, tienen por lo general una misma intención: evitar un llanto que se considera penoso, embarazoso, molesto, inquietante, deprimente.
En cambio, qué distinta es la motivación de Jesús para pronunciar esas mismas palabras.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 11-17) se narra que al llegar a la entrada de la población de Naím, Jesús se encontró con que "sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: 'No llores'..." (Lc 7,13).
De entrada la petición debe haber sonado muy extraña, no sólo a la mamá que había perdido a su muchacho, sino a la comitiva que la acompañaba, pues era costumbre llorar a gritos para expresar el dolor de perder a un ser querido; e incluso quienes tenían recursos económicos solían contratar plañideras (como quien dice 'lloradoras profesionales') para que fueran detrás del cortejo fúnebre berreando para que todos supieran que el difunto era alguien sumamente apreciado cuya muerte era muy lamentada.
En ese contexto, el que de pronto llegara Jesús y le pidiera nada menos que a la mamá del fallecido: 'no llores', debe haber causado desconcierto.
¿Por qué lo hizo el Señor?
Desde luego no porque el llanto ajeno lo incomodara, no lo entendiera o lo considerara malo. Él mismo lloró en más de una ocasión (ver Lc 19, 41; Jn 11,35).
Entonces, ¿por qué?
Sencillamente porque se disponía a quitarle su razón de ser a ese llanto; iba a despojarlo de su sentido.
Lloraban al muerto y Jesús iba a devolverle la vida.
Así lo hizo, y en un instante la intervención del Señor transformó completamente aquel ambiente.
¿Te imaginas cómo cambió el rostro desolado de aquella mujer?, ¿cómo sus ojos, todavía hinchados, enrojecidos y llorosos, se iluminaron llenos de asombro y de felicidad?
Sucedió aquí lo que canta el salmista: "Convertiste mi duelo en alegría, mi luto en danza" (Sal 30, 12).
Entonces pudo comprender bien por qué Jesús le pidió que no llorara: porque no habría motivo.
De todas las voces que pueden pedirnos que no lloremos, sólo la de Jesús tiene la autoridad para hacerlo como un médico que no se conforma con que el enfermo no tenga síntomas, sino que hace desaparecer el mal que los produce.
Si te pide que no llores es porque tiene el poder para remediar lo que te hace llorar.
Considéralo. ¿Qué provoca tus lágrimas?, ¿la soledad? Él está siempre contigo; ¿alguna preocupación o angustia?, Él te ofrece Su fuerza y Su paz para enfrentarlo todo; ¿el temor a morir o la muerte de tus seres queridos?, Él ha dado Su vida por ti para que morir no sea un final sino un mero trámite para empezar a disfrutar la eternidad.
Como ves, sea lo que sea que te hace llorar, puedes ponerlo en manos del Señor y dejarlo acercarse a Ti, como a la viuda de Naím, porque sólo Él te puede verdaderamente consolar.