Lo que todos pueden comprender
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Por qué ya no sucede esto? -Me preguntó una amiga.
¿Por qué ya no podemos hablar en lenguas, como dice la Biblia que hicieron los Apóstoles el día de Pentecostés?
-Le respondí: ¡claro que podemos!
Y no me refiero solamente a que podemos hablar en lenguas, ese carisma que el Espíritu Santo ha concedido a mucha gente a lo largo de los siglos y sigue concediendo hoy en día, y que suena como una lengua oriental, armoniosa y dulce, mediante la cual se alaba a Dios.
Me refiero a que, como los Apóstoles, también nosotros podemos expresarnos en un lenguaje que todos pueden comprender, uno que no se aprende en academia de idiomas, uno que conocemos y dominamos desde que tenemos uso de razón.
Considera esto: sin distinción de edad, nacionalidad, educación, situación social, económica, cultural, religiosa o de cualquier otra índole, todos los seres humanos realizamos los mismos gestos: agrandamos los ojos cuando algo nos asombra, sonreímos cuando algo nos agrada, fruncimos el ceño cuando algo nos molesta, lloramos cuando estamos tristes...
Es un lenguaje universal que todos sabemos interpretar.
Prueba de ello es lo que sucede con el Papa Francisco.
Cuando dirige unas palabras a la multitud reunida en la plaza de san Pedro, vemos en pantalla los rostros de quienes reciben su mensaje y se nota que están felices, y eso que entre esas personas seguramente hay muchas venidas de los más diversos puntos del planeta, y que probablemente no entienden ni jota de lo que él está diciendo, pero no les importa, ya luego lo leerán, pero por ahora les basta verlo.
Captan sin necesidad de ‘traducción simultánea’, el amor en su sonrisa, la bondad en su mirada, su amistosa acogida, su humildad, su fe.
El Papa es ejemplo de lo que sucede cuando se emplea para bien ese lenguaje universal que está al alcance de todos: se establecen lazos de entendimiento y buena voluntad.
El problema es que solemos usar ese lenguaje al revés de como deberíamos.
Trastocamos los gestos.
En lugar de abrir grandes los ojos ante las cualidades del prójimo, los abrimos ante sus defectos; en lugar de fruncir el ceño ante el pecado, lo fruncimos ante el pecador; en lugar de sonreír cuando a alguien le va bien, sonreímos cuando le va mal.
Comienza así el desencuentro, la torre de Babel, el ver cada uno para sí mismo, el hablar cada uno su propia lengua y no entender, o no querer entender, la de los demás.
¿Cómo podemos salir de ese caos?
Con la ayuda del Espíritu Santo, de Aquel que aleteó sobre las aguas en la creación del mundo, cuando todo era caos y confusión (ver Gen 1, 2), Aquel que, como leemos en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 2, 1-11), descendió en Pentecostés sobre María y los Apóstoles, y los inspiró a expresarse en lenguas que todos pudieron comprender.
Lo necesitamos para pedirle que nos enseñe a emplear expresiones que edifiquen, no que destruyan; que acerquen, no que alejen a quienes las reciban.
Nos hace falta para enseñarnos que a veces ni siquiera es necesario hablar.
Basta una sonrisa oportuna, una mano en el hombro, una caricia en la mejilla, un apretón de manos, un abrazo.
Pidámosle al Espíritu Santo que nos asista para saber comunicarnos con los demás como Él quiere que nos comuniquemos.
Pero no sólo eso.
Pidámosle también que nos enseñe, como a los Apóstoles, a comunicar lo que Él quiere que comuniquemos, lo más importante que podemos comunicar: “las maravillas de Dios” (Hch 2, 11).
Que en este Año de la fe, procuremos transmitir nuestra fe, compartirla, contagiarla.
Que cuidemos que nuestro lenguaje, sea oral o corporal, nunca dé a entender que Dios es distante, enojón, exigente, castigador, sino que comunique, Su misericordia, Su amor.
Que aceptemos lo que nos propone el Papa Francisco: “sean misioneros del amor y de la ternura de Dios”.
Que respondamos a lo que nos pidió en la homilía de la Misa de canonización de nuestra flamante nueva santa, sor Lupita García Zavala: “no encerrarse en uno mismo, en los propios problemas, en las propias ideas, en los propios intereses, en ese pequeño mundito que nos hace tanto daño, sino salir e ir al encuentro de quien tiene necesidad de atención, comprensión y ayuda, para llevarle la cálida cercanía del amor de Dios, a través de gestos concretos de delicadeza, de afecto sincero y de amor.”
Gestos que todos podemos hacer.
Gestos que todos pueden comprender.