¿Cómo probarlo?
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘Soy la mejor soprano del mundo; nadie me ha escuchado, sólo canto mientras me baño’.
‘Soy un campeón deportista; nunca he competido, pero entreno en el gimnasio más completo que hay.’
‘Soy una gran cocinera, jamás he cocinado un plaitllo, pero he leído muchos recetarios.
Todas estas frases tienen algo en común.
No convencen. Se siente que quien las dice se engaña, que lo que afirma no tiene verdadero sustento pues carece de pruebas.
Que alguien cante en la ducha puede ser excelente práctica, pero para que esa persona pueda ser calificada como la mejor del mundo tendría que triunfar en una gran sala de conciertos ante un público exigente.
Que un atleta se entrene en un buen gimnasio es recomendable, pero para tener título de campeón debería ganar alguna competencia.
Que un ama de casa conozca muchas recetas es muy conveniente, pero para ser considerada buena cocinera, tendría que cocinar algo rico que deleite a quien lo pruebe.
Si alguien quiere tener el título de gran cantante, campeón o cocinera, no puede conformarse con realizar prácticas en privado o acumular teorías que nunca pone en práctica; debe probarlo, ponerse realmente a cantar, competir o cocinar.
Hacer gorgoritos en la ducha, entrenarse en el gimnasio o leer recetas no puede ser su meta; debe tener claro que se trata simplemente de medios para alcanzar un día la excelencia en el canto, el deporte o la cocina.
Pues bien, si esto es así en la vida cotidiana, ¡cuánto más en la vida espiritual!
Los creyentes realizamos una gran diversidad de prácticas, pero no son éstas las que demuestran que somos buenos cristianos.
Vamos a Misa, oramos, leemos la Biblia, rezamos el Rosario, visitamos al Santísimo, todo lo cual es magnífico, más aún, ¡indispensable!, pero no prueba que seamos realmente cristianos.
¿Qué es lo único que realmente lo demuestra?, ¿cómo probarlo?
Lo dice Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 13, 31-33.34-35).
“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son Mis discípulos” (Jn 13, 34-35).
Cabe notar que Jesús nos da un mandamiento nuevo.
¿En qué consiste la novedad?
En que marca una diferencia con la ley de Moisés, que pedía: “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18).
El mandamiento de Jesús nos invita a ir más allá, a dar más, a amar a los demás como Él nos ama.
Y ¿cómo nos ama?
Con un amor total, que no se guarda nada para sí, con un amor que es donación, entrega hasta la cruz, hasta la muerte.
Así nos ama Él y así nos invita a amar.
Y es en el cumplimiento del mandamiento nuevo que nos dejó Jesús como podemos probar que somos cristianos.
Así como una persona no puede considerarse cantante, campeona o cocinera sólo porque realiza actividades que le ayudan a serlo, tampoco nosotros podemos considerar que somos auténticos cristianos sólo porque participamos de prácticas religiosas que nos ayudan a serlo.
Ir a Misa, orar, leer la Palabra son medios, no fines en sí mismos.
El Señor los ha puesto a nuestra disposición, a través de la Iglesia, para que nos ayuden a cumplir el mandamiento que nos dio, para que nos capaciten para amar como Él nos ama y nos pide amar.
Tenemos entonces que ir a Misa no es en sí lo que nos hace cristianos, sino recibir en ella a raudales, el amor del Señor, Su abrazo, Su Palabra y a Él mismo en la Eucaristía, lo que nos permite salir de allí con el corazón colmado, con renovados bríos para perseverar en la paciencia, en la comprensión, en la caridad hacia quienes nos rodean.
Rezar el Rosario no es en sí lo que nos hace cristianos, sino hallar en la meditación de sus Misterios, la luz y la fuerza para imitar a María en el amor a Dios y al prójimo.
Visitar al Santísimo no es en sí lo que nos hace cristianos, sino que dejemos que Jesús Sacramentado nos transforme, y experimentemos tal paz que seamos capaces de perdonar a ése que nos ha hecho algo imperdonable, soportar a ése que nos parece insoportable, hacer el bien a quien nos ha hecho un mal.
Traer la Biblia bajo el brazo no es en sí lo que nos hace cristianos, sino dejar que la Palabra de Dios nos penetre, guardarla en el corazón, como hacía María, reflexionarla, amarla, hacerla vida.
Decía santa Teresa de Ávila que las virtudes no se prueban en los rincones, sino en las ocasiones.
Lo mismo se puede decir de nuestro ser cristianos.
No lo demostramos en lo oscurito de una buena intención que nunca se realiza, ni recitando teorías, ni haciendo una meditación que no aterriza, ni cumpliendo ritos sin entenderlos ni aprovecharlos, sólo por cumplir.
Lo probamos cuando ponemos en acción toda esa gracia que acumulamos en todas esas prácticas que realizamos; lo demostramos en el trajín cotidiano, en la lucha de cada día, cuando padecemos el mal, la injusticia, cuando sentimos dolor, enojo, cuando nos enfrentamos a la posibilidad de ser mansos o violentos, hacer un bien o un mal, ejercer la virtud o el vicio, optar por la luz o la tiniebla, y optamos por la luz, elegimos amar.
En otras palabras, sólo por el amor que recibimos de Cristo y que comunicamos en nombre de Cristo, podemos probar que somos de Cristo.