El Papa y la Palabra
Alejandra María Sosa Elízaga**
Recién empezaba la Misa de 12 pm cuando el sacristán se acercó a decirle algo al padre, y éste sonriente, nos informó: ‘¡ya tenemos Papa!’
Toda la iglesia aplaudió y se escuchó el repique de campanas, ¡qué emoción!
Y entonces escuchamos, como siempre pertinente y oportuna, la Palabra de Dios:
“Griten de alegría, cielos; regocíjate, tierra; rompan a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y tiene misericordia de los desamparados.” (Is 49, 13).
Expresaba perfectamente lo que había en nuestro corazón: nos habíamos sentido un tanto cuanto huérfanos, desamparados, y ahora el Señor nos consolaba dándonos un nuevo padre y pastor.
Saliendo de Misa varios de los asistentes nos fuimos derechito a la librería de la parroquia a ver la televisión.
Esperábamos ansiosos el momento en que se abriera el balcón, comentábamos: ‘¡ya se prendió la luz!’, ‘¡ya se ve movimiento tras las cortinas!’, ‘¿qué pasa que tardan tanto!?’.
Y cuando por fin salieron y anunciaron la gran alegría de que el elegido era el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, que eligió el significativo nombre de Francisco, y lo vimos aparecer, de sencilla sotana blanca, de inmediato captamos su humildad, su sencillez, su cercanía.
Todavía no pronunciaba palabra y ¡ya nos había conquistado!
Y qué decir cuando luego de su cortesía de dirigirse a nosotros como hermanos y hermanas y darnos las buenas noches, pidió oraciones para nuestro querido Papa Benedicto, y después para sí mismo, inclinándose mientras rezábamos por él.
Ahí recordé otras palabras de la lectura que acababa de ser proclamada en Misa:
“Yo te formé y te he destinado para que seas alianza del pueblo, para restaurar la tierra, para volver a ocupar los hogares destruidos, para decir a los prisioneros: ‘salgan’, y a los que están en tinieblas: ‘vengan a la luz’...” (Is 49, 8-9).
Pensé que al Papa Francisco, como al profeta Isaías, también el Señor lo ha llamado a ser factor de unidad, de alianza; a restaurar la Iglesia, a invitar a todos, creyentes y no creyentes, a salir de las tinieblas de la desconfianza, el dolor, el resentimiento, la inercia, y dejarse iluminar por la luz del Señor.
Salimos de ahí felices por el Papa que nos regaló el Espíritu Santo.
Al día siguiente circulaban fotos y anécdotas que nos hacían admirarlo más: que al término del Cónclave, cuando regresó ya revestido de sotana blanca, se dirigió primero al fondo del salón a saludar a un Cardenal que estaba en silla de ruedas (y que seguramente pensaba que sería el último en saludar al Papa, pero ¡fue el primero!); que no usó el asiento especial - que estaba a mayor altura que las otras- sino se sentó en una silla igual a la que usaron todos; que de regreso a la Casa santa Martha no quiso irse en el vehículo que le tenían preparado, sino se subió al mismo camión en que iban los Cardenales (y ¡ni siquiera se sentó hasta adelante ni pidió el asiento de la ventanilla!); que al día siguiente fue a encomendarse y a llevarle flores a la Virgen; que luego pasó personalmente a pagar su alojamiento en la Casa santa Marta (ya me imagino a la recepcionista: ‘¿cómo dice que se llama? no, no tenemos registrado ningún Francisco...’).
Pero no tardaron también en empezar a circular en los medios noticias falsas y comentarios negativos difundidos arteramente por aquellos a los que molesta que sea Papa quien se ha opuesto tenazmente a los que ellos apoyan: el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre homosexuales, la despenalización de la droga.
Y de nuevo, la Palabra de Dios vino a iluminar la situación.
En la Misa de este viernes leímos:
Los malvados dijeron entre sí, discurriendo equivocadamente: ‘Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados... Ha llegado a convertirse en un vivo reproche de neutro modo de pensar y su sola presencia es insufrible, porque lleva una vida distinta de los demás... Nos considera como monedas falsas y se aparta de nuestro modo de vivir como de las inmundicias... Sometámoslo a la humillación...para conocer su temple y su valor’
...Así discurren los malvados, pero se engañan; su malicia los ciega. No conocen los ocultos designios de Dios; no esperan el premio de la virtud, ni creen en la recompensa de una vida intachable” (Sab 2, 1.12.14-16.19.21-22).
Qué pena que haya quienes se aferran a sus prejuicios, a sus viejos rencores, a su inveterada costumbre de criticar todo lo que provenga de la Iglesia.
Qué lástima que no suelen ir a Misa, porque si asistieran este domingo, tal vez podrían prestar oídos a la invitación del Señor que, por boca del profeta Isaías nos dice:
“No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; Yo voy a realizar algo nuevo. Ya esta brotando. ¿No lo notáis? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida” (Is 43, 18-19).
Y san Pablo, en la Segunda Lectura afirma:
“olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo” (Flp 3, 13-14).
Estamos en los umbrales de algo nuevo. ¿Por qué no acoger esta novedad?
¿Vale la pena seguir señalando, apuntando, juzgando, criticando, condenando?
En el Evangelio vemos a Jesús decir, a quienes pretendían lapidar a una mujer atrapada en flagrante adulterio: ‘el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra’, y luego agacharse a escribir en la tierra con el dedo. ¿Qué escribió? No lo sabemos. Según algunos Padres de la Iglesia, escribió los pecados de los ahí presentes. Eso los hizo avergonzarse de sus pretensiones de sentirse superiores a ella y uno a uno desistieron de lapidarla.
Ésos que hoy quieren desempolvar viejas críticas contra la Iglesia, contra el Papa, en fin, contra todo lo que les huela a religión, ojalá comprendan que todos cometemos errores, pero todo tenemos también el derecho y la oportunidad de enmendarlos y seguir adelante.
Y, sobre todo, ojalá abandonen su resistencia, se dejen mover y conmover, salgan de sus trincheras y usen las piedras que suelen traer en las manos, no para arrojar sino para edificar, no para construir muros infranqueables sino puentes que se atrevan a cruzar.