Sin pretextos
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘La culpa la tuvo mi papá, ¿para qué me dio tanto dinero?’
‘La culpa la tuvo mi hermano, se la pasaba criticándome’.
‘La culpa fue de mis amigos, no me podía negar a acompañarlos’.
‘La culpa fue del patrón que me contrató para ese trabajito.’
Pudo haber dicho estas frases, pudo haber dado estos pretextos, pero no lo hizo.
Me refiero al joven del que nos cuenta el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 15, 1-3.11-32) que le exigió a su papá que lo heredara en vida, se fue lejos, dilapidó su herencia, terminó cuidando puercos (un oficio impensable para él, cuyo pueblo consideraba impuros a esos animales), y llegó a pasar tanta necesidad que ¡hasta se le antojaba comer lo que éstos comían! (¿alguna vez has visto comer a un cerdo?, se necesita tener ¡mucha hambre! para decir: ‘ojalá me diera una probadita’).
Como quien dice, tocó fondo.
Narra el Evangelio que estando en esa desesperada situación, este joven reflexionó que en casa de su papá los trabajadores tenían pan de sobra y en cambio él se estaba muriendo de hambre, así que decidió: “Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’...” (Lc 15, 18-19).
Llama la atención que se dispuso a reconocer ante su padre que había pecado, así sin darle vueltas, en lugar de reaccionar como la mayoría de la gente, que cuando ha hecho algo malo lo racionaliza, busca la manera de justificarlo o de echarle la culpa a alguien o a algo: ‘todos lo hacen’, ‘fulanito me presionó’, ‘me orillaron las circunstancias’.
¿Por qué hace eso la gente? Tal vez para sentirse menos culpable, menos mal consigo misma, y, sobre todo, porque probablemente cree que si atenúa su culpa merecerá más fácilmente el perdón de Dios.
¿Por qué este joven no se justifica? Porque por lo visto ya de entrada considera que no merece nada. De hecho planea decirle a su padre: “ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Así pues, se puede decir que lo que marca la diferencia entre buscarle atenuantes a lo malo que uno ha hecho y reconocerlo claramente sin pretextos, es lo que pensamos que mereceremos: un castigo menor, mayor benevolencia.
Y ello tal vez funcione con el mundo pero no con Dios.
¿Por qué? Nos lo decía el profeta Oseas en un bello texto que se proclamó este viernes en Misa: Dice el Señor: “Los amaré aunque no lo merezcan” (Os 14,5)
Dios nos ama con un amor total e inmerecido.
Nada que hagamos puede provocar que nos ame más; nada que hagamos puede provocar que nos ame menos.
En la frase que este joven pensaba decirle a su papá (‘ya no merezco llamarme hijo tuyo’) sobra el ‘ya’, porque la verdad es que ¡nunca lo mereció! Era hijo y por eso era amado, sin merecerlo.
Vemos que cuando llegó a la casa paterna, su papá salió a su encuentro, y le expresó no su enfado, sino su inmensa alegría por haberlo recobrado.
Este papá representa a Dios Padre, que siempre nos sale al encuentro con los brazos abiertos cunado vamos hacia Él contritos y avergonzados por el peso de nuestros pecados.
En la Segunda Lectura dice san Pablo: “En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios” (2Cor 5, 20).
Estamos a media Cuaresma, tiempo oportuno para aceptar esa invitación y acudir al Sacramento de la Reconciliación.
En este Cuarto Domingo de Cuaresma, llamado Domingo ‘Laetare’ o domingo de la alegría, se atempera la sobriedad del morado y se emplean vestiduras color de rosa porque nos alegramos por la cercanía de la Pascua, pero también porque sabemos que sin importar qué tan grandes o terribles sean nuestros pecados, podemos reconocerlos ante el Señor sin pretextos, porque no tenemos temor de que deje de amarnos o de perdonarnos.
Y es que nada puede separarnos de Su amor, para Él todo tiene remedio, todo tiene perdón y siempre está más que dispuesto a hacer fiesta en el cielo por nuestra conversión.