Temor y valor
Alejandra María Sosa Elízaga**
Si sólo viéramos el primer versículo del Salmo que se proclama este domingo en Misa:
“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién voy a tenerle miedo?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién podrá hacerme temblar?” (Sal 27, 1)
tal vez podríamos pensar que por el sólo hecho de creer en Dios, Él nos librará de vivir momentos oscuros, nos salvará de todas las dificultades, problemas y peligros que podamos enfrentar.
Sin embargo el último versículo del Salmo dice:
“Ármate de valor y fortaleza
y en el Señor confía” (Sal 27, 14).
Entonces nos surge la duda: ¿por qué nos invita el salmista a armarnos de valor y fortaleza, si acaba de decir que el Señor es la defensa de nuestra vida?
¿Qué no se supone que con Él a nuestro lado nada malo nos puede pasar?
Hay que responder con un no y un sí.
La respuesta es no porque el hecho de que tengamos fe en Dios no nos libra de los problemas de este mundo.
Creyentes y no creyentes por igual nos enfermamos, se nos mueren seres queridos, enfrentamos situaciones difíciles que nos preocupan o entristecen.
Como muestra tenemos la vida de los santos, que por lo general padecieron mucho, tuvieron que superar graves adversidades.
Sin ir más lejos, pensemos en el Papa Benedicto XVI, a quien le tocó conducir la barca de san Pedro en tiempo de tormentas; seguramente en muchos momentos de su Papado sintió dolor, temor, tristeza; le costó mucho tomar la decisión de renunciar, y ahora que está a punto de irse sin duda le da pesar no poder ir Río de Janeiro, a la Jornada Mundial de la Juventud, él que ama tanto a los jóvenes y que siempre se ha sentido feliz y rejuvenecido entre ellos; probablemente le apena que ya no le tocó a él canonizar a su querido predecesor Juan Pablo II; ha de lamentar no poder clausurar el Año de la fe que él mismo convocó y que ya no alcanzó a publicar el documento que estaba escribiendo.
El hecho de que tras mucho tiempo de orar y discernir haya llegado a la conclusión de que Dios avala su decisión, no le quita que le duela, que todo esto le resulte muy difícil.
Y sin embargo se le ve sereno. ¿Por qué? Porque se ha puesto en manos de Dios y Él le ha infundido valor y fortaleza y lo ha colmado de Su paz.
Es aquí donde a la pregunta anteriormente planteada se puede responder con un ‘sí’.
Nada malo nos puede pasar, en un sentido espiritual, cuando nos ponemos en las manos de Dios.
Cuando cultivamos Su amistad y vivimos buscando cumplir Su voluntad, el Señor nos ilumina, nos sostiene, es nuestra defensa espiritual contra las acechanzas del mal y no deja que nos derrote el pecado; el Señor nos rescata, y no importa qué nos toque vivir, en todo interviene para nuestro bien, todo lo aprovecha para nuestra salvarnos.
En ese sentido, se comprende que podamos afirmar, como el salmista, que el Señor es nuestra luz, nuestra salvación, nuestra defensa, y con Él a nuestro lado a nadie temeremos, nada ni nadie podrá hacernos temblar.