Nuestra fuerza
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cualquiera hubiera creído que lloraban de emoción.
Eran miembros del pueblo de Israel que habían permanecido o estaban de vuelta en Jerusalén después de la época del destierro a Babilonia.
En un extraordinario esfuerzo colectivo habían logrado reparar las puertas de la muralla, y ahora se hallaban reunidos ante una de ellas, en una gran plaza, escuchando, como hacía mucho no la escuchaban, la Palabra de Dios.
En el texto del profeta Nehemías que se proclama este domingo en Misa como Primera Lectura (ver Neh 8, 2-4.5-6.8-10) se narra el momento en que ante “los hombres, las mujeres y todos los que tenían uso de razón” (Neh 8,3), el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley (la que Dios dio a Moisés), se subió a un estrado levantado especialmente para esta ocasión, con toda solemnidad abrió el libro, ante lo cual los asistentes se pusieron de pie; bendijo a Dios y todos se postraron rostro en tierra.
Entonces comenzó a leer, y estuvo leyendo desde el amanecer hasta el mediodía.
Dice el texto bíblico que “todos lloraban al escuchar las palabras de la ley” (Neh 8,9).
Uno podría suponer que ese llanto se debía a que les emocionaba participar de ese momento inolvidable, pero según diversos comentaristas bíblicos, la razón del llanto de los ahí presentes era otra: el miedo.
Les daba miedo escuchar lo que Dios pedía de ellos, y darse cuenta, por una parte, de que no habían vivido conforme a Sus preceptos, y, por otra parte, sentirse incapaces de lograrlo y temer que por ello Dios fuera a castigarlos.
Los abrumaba tener que cumplir la ley y los abrumaba el temor de sufrir las consecuencias de no cumplirla.
Con razón lloraban.
Dice el texto que el gobernador, el sacerdote y los levitas que estaban explicando la ley a los ahí presentes, les dijeron que era un día consagrado al Señor, que no debían estar tristes ni llorar; los animaron a organizar banquetes y a convidar a los necesitados.
Y les pidieron: “No estén tristes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza” (Neh 8,10).
Es una frase que tal vez en el momento no resultaba muy consoladora: celebrar no les quitaba el miedo de incumplir.
Tal vez haya que tomarla como una frase profética, tal vez sea uno de esos textos de la Biblia de los que dice el Papa Benedicto XVI (en su más reciente libro: ‘Jesús de Nazaret. La infancia de Jesús’), que estaban aguardando su cumplimiento, es decir, que cuando fueron escritos o pronunciados, todavía no ocurría a plenitud lo que anunciaban.
Y lo bueno es que éste ya se cumplió.
En Jesús.
Y si hoy nos pasa como a ese pueblo que lloraba al constatar su debilidad y miseria, su incapacidad para cumplir lo que Dios le pedía, y si hoy también nos damos cuenta de que no damos ‘el ancho’ ni somos como el Señor querría que fuésemos, a diferencia de lo que le sucedía a ese pueblo, nosotros no lloramos de miedo, porque hemos ya constatado que “celebrar al Señor es nuestra fuerza”.
Celebramos que Dios no nos contempla desde el cielo esperando de nosotros algo que nos parece inalcanzable, sino que se hizo uno de nosotros, para tendernos la mano, para ayudarnos a cumplir Su voluntad y para sostenernos si tropezamos o caemos.
Celebramos que nuestras miserias imperdonables tienen perdón porque Él vino a asumirlas para redimirlas.
Celebramos que cuando nos damos cuenta de que hemos fallado en lo que esperaba de nosotros, cuando reconocemos que no hemos correspondido como debíamos a Su amistad, a Su amor, podemos acudir a reconciliarnos con Él y gozar de Su perdón y de Su abrazo.
Celebramos, sobre todo, que lo celebramos, válgase la redundancia, en cada Eucaristía, en la que nos da todo lo que necesitamos para poder vivir como nos pide: Su amor, Su Palabra, a Sí mismo en la Sagrada Comunión.
Celebramos que nos liberó de aquel pesado yugo de la ley y nos dio en cambio Su yugo suave y ligero: el yugo del amor. (ver Gal 4, 4-5; 5,1-6; Mt 11, 29-30).
Puede ser que constatar nuestra debilidad y miseria nos duela y nos entristezca, pero no nos desanima ni desespera si celebramos al Señor. En Él radica nuestra fuerza.