Ojos misericordiosos
Alejandra María Sosa Elízaga**
¡Te vengo a contar un tremendo chisme del que me acabo de enterar!
Esto habla muy mal de ellos, ¿cómo no se prepararon?
Es un gran descuido, debería darles vergüenza.
Ya ni la amuelan, ¡pudieron haberlo evitado y no lo hicieron!
Esto les pasa por no ser previsores, ahora que asuman las consecuencias.
Que se las arreglen solos, para que aprendan.
Vamos a platicárselo de una vez a todos sus invitados.
Todas estas frases tienen algo en común, pudieron ser pronunciadas, pero no lo fueron.
Se las pudo haber dicho María a Jesús cuando se dio cuenta de que en la boda a la que ambos habían sido invitados, se les había terminado el vino. Pero no las dijo.
Y eso que la ocasión lo ameritaba.
Que se acabara el vino en plena boda era algo muy penoso desde cualquier punto de vista.
Si se considera que lo que narra el Evangelio según san Juan este domingo (ver Jn 2, 1-11) fue un hecho histórico que realmente sucedió, era bochornoso que en una celebración nupcial, una fiesta importantísima que solía celebrarse durante varios días, se acabara la bebida.
Si se interpreta este pasaje como una metáfora en la que con la referencia a la boda se alude a la alianza de Dios con Su pueblo, es todavía más reprensible que éste se hubiera quedado sin vino, que representa el amor, la acogida del don de Dios, y que sólo le quedaran unas grandes tinajas vacías, es decir, un culto ritualista, externo, que ya no significaba nada, que ya no tocaba su corazón.
Así que por dondequiera que se lo vea, la falta de vino podía haber suscitado una crítica, un duro juicio por parte de la Madre del Señor, pero no fue así. Ella no fue con él para hablarle mal de los que no tenían vino, sino simplemente para hacer notar que les faltaba, para poner su caso ante la mirada misericordiosa de Jesús.
No dijo ninguna de las frases reprobatorias mencionadas al inicio, solamente: “Ya no tienen vino”.
Una observación delicada, discreta; el puntual diagnóstico de una situación que ella aprovechó no para juzgar ni condenar, sino para interceder.
Meditando en este pasaje contemplaba un cuadrito del rostro de la Virgen de Guadalupe, copia fiel del original, y me pareció que en los ojos de ella está perfectamente representada María como la percibimos en este pasaje evangélico.
Tiene una mirada atenta, aguda, que no pierde detalle, pero mira sin críticas, sin reproches, sin aspavientos, sin fruncir el ceño; es una mirada llena de paz, de bondad, que vuelve a nosotros ésos, sus ‘ojos misericordiosos’, como decimos en la oración.
Qué consolador tener la certeza de que cuando María nos mira y capta hasta el fondo todas nuestras miserias, nuestra falta de amor, nuestras tinajas vacías, no se aleja horrorizada ni le pide a Su Hijo que nos dé una reprimenda, sino le encomienda nuestro caso, sabiendo de antemano que Él, que no sabe negarle nada, no se quedará de brazos cruzados e intervendrá para nuestro bien.
Por eso ni me gustan ni creo en ciertas publicitadas apariciones de la Virgen que han proliferado últimamente, en la que dizque amenaza, anuncia catástrofes, y hasta regaña a sus supuestos videntes por no darle la debida difusión a sus apocalípticos mensajes; no corresponde para nada con lo que de ella nos dice la Palabra de Dios y lo que contemplamos en la imagen que ella misma nos dejó.
Prefiero tener presente un bello canto de Misa que empieza pidiendo: “María, mírame, María, mírame. Si tú me miras, Él también me mirará’.
Es que donde la Madre pone la mirada, también la pone el Señor, ella para encomendarnos, Él para rescatarnos; ambos para colmarnos de su amor.