Tinieblas, niebla y luz
Alejandra María Sosa Elízaga**
Pocos días después de festejar su cumpleaños 94 y a unos días de celebrar, como le gustaba, la Navidad con su familia, mi mamá tuvo un paro cardio respiratorio y fue ingresada a terapia intensiva.
Esa primera noche me ofrecí a velar, y como en esa área no había dónde dormir, decidí irme a la capilla del hospital y dedicarme a orar.
La pequeña capilla tiene altar, un Crucifijo en la pared, imágenes de bulto del Sagrado Corazón de Jesús, de la Virgen de Guadalupe y de san José, y algunos otros cuadros religiosos, pero no tiene Sagrario.
Y aunque es comprensible que no hayan querido exponer a Jesús Sacramentado a que alguien sin querer o queriendo le faltara al respeto, yo, que prefiero siempre orar ante el Santísimo, ¡cómo sentía Su ausencia!
Sin embargo no me quejo, fue una bendición contar con una capilla, en la que estuve rodeada de imágenes familiares y queridas, en silencio y soledad.
Pasé horas caminando despacio, alrededor de las bancas, rezando el Rosario, la Coronilla de la Misericordia, mi Docenario de la Infinita Misericordia del Sagrado Corazón de Jesús, a ratos dialogando con el Señor y con María, a ratos simplemente en silencio, sabiéndome contemplada y sostenida por su amor.
A medianoche entraron a la capilla una señora joven y un hombre mayor. Él se sentó, ella se arrodilló ante la cruz y se puso a llorar amargamente.
Recé en silencio por ella y para no incomodarlos me salí y seguí caminando por los pasillos del hospital, sobre todo por el de terapia intensiva, donde los familiares de los pacientes pasaban también la noche, intentando dormitar en incómodos asientos, o parados en un rincón o caminando también, con los ojos enrojecidos de sueño o de llanto.
A las dos de la mañana me permitieron pasar a estar con mi mamá. Iban a ser sólo cinco minutos pero me vieron tan tranquila que me dejaron una hora, que pude aprovechar para rezarle, hablarle, incluso cantarle quedito sus Salmos favoritos.
Cuando volví a la capilla, me sorprendió hallar un ambiente muy distinto al que había dejado. La joven seguía allí pero se había calmado, y por su mirada serena fija en la imagen de Jesús, era fácil deducir en Quién había encontrado la paz.
Recordé esta escena al leer el texto del profeta Isaías, que forma parte de la Primera Lectura que se proclama este domingo en la Solemnidad de la Epifanía del Señor:
“Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta Su gloria” (Is 60, 2).
Lo había leído muchas veces, y siempre lo había relacionado con el Nacimiento de Aquel que se llamó a Sí mismo “luz del mundo” (Jn 8,12), y con la luz de la estrella que guió a los Sabios de Oriente a adorar al Rey recién nacido, pero ahora cobró para mí una especial actualidad, dejó de referirse a un pasado lejano y se convirtió en la interpretación de lo que me tocó vivir.
En la mitad de la noche, cuando las tinieblas cubrían la tierra, en la oscuridad de los pasillos y salas del hospital, en medio del sufrimiento de los que estaban allí internados o acompañando a alguien internado, sintiéndose como envueltos en la espesa niebla de la incertidumbre y el dolor, no todo era oscuridad. Brillaba una Luz.
Era la luz del Señor que brilla para quien sepa contemplarla con los ojos de la fe.
Y a los que la percibimos, a la señora joven que recobró la paz, a mí que gracias a Dios nunca la perdí, a algunas otras personas y a tres religiosas que al amanecer entraron a orar, nos iluminó interiormente, nos dio fortaleza, y despejó toda sombra de angustia, desesperanza y tristeza.
Y lo extraordinario es que no sólo brilló esa luz para nosotros, y no sólo aquella noche, sino que brilla todo el tiempo, a todas horas, para cuantos ponemos nuestra mirada en el Señor.
Después, al seguir leyendo el Misalito, vi que el Evangelio dominical narra la adoración de los Magos de Oriente (ver Mt 2, 1-12) y pensé que cuando en medio de las dificultades y dolores de la vida nos dejamos iluminar por la luz del Señor, cuando dejamos que sea la luz del cielo la que nos guíe, nos volvemos capaces de encontrarnos con Dios donde menos lo esperamos, en lo más sencillo, en lo que nos toca vivir.
Y es un encuentro maravilloso, que nos deja llenos de gozo y hace surgir en nuestro corazón el deseo de agradecerle, de adorarle.
Y quisiéramos imitar a los Magos y ofrecerle oro a Jesús, para significar que nos gloriamos de tenerlo por Rey y le pedimos que reine en todas las circunstancias de nuestra vida, y nos ayude a vivir edificando siempre Su Reino.
Y quisiéramos ofrecerle incienso, para adorarle y expresar que lo reconocemos como nuestro Dios y Señor, y nos proponemos amarlo y seguirlo sólo a Él.
Y quisiéramos ofrecerle mirra, agradecidos porque vino a compartir nuestra condición humana, nos amó hasta dar Su vida por la nuestra, y no sólo nos acompaña y nos comprende, sino nos rescata de aquello que más nos hubiera abrumado y entristecido: sufrir sin sentido y morir para siempre.
NOTA: Mi familia y yo agradecemos sus oraciones por el eterno descanso de mi mamá, que falleció el 23 de diciembre, tras una vida plena y bendecida. La encomendamos a la misericordia infinita del Señor y al abrazo amoroso de María.