Buscarlo y encontrarlo
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cuando María y José, que volvían de haber ido con Jesús a Jerusalén, por las fiestas de Pascua, se dieron cuenta de que Él no venía con ellos, no apareció una estrella que los guiara, como guió a los sabios de Oriente, al lugar en el que se encontraba el Niño.
Tampoco consultaron, como hizo Herodes, a los sumos sacerdotes y escribas, para que les informaran cuál era su ubicación exacta según la Sagrada Escritura, pues ningún profeta anunció que esto sucedería.
Dios no le envió a María de nuevo al Ángel Gabriel, esta vez a anunciarle dónde podría hallar al Niño, y, si acaso la angustia lo dejó dormir, a san José, tampoco se le apareció otra vez el Ángel del Señor en sueños para indicarle dónde buscar.
Llama la atención que Dios no hubiera resuelto el asunto de inmediato, interviniendo de modo sobrenatural para guiar al instante a María y a José a donde estaba Su Hijo, sino que les permitió experimentar la angustia de sentir que se les había perdido.
¿Por qué pudiendo intervenir espectacularmente Dios no lo hizo?
Tal vez para que hoy nosotros podamos aprovechar el ejemplo de María y de José, si nos llega a suceder que sintamos que perdimos a Dios.
Y si alguien se pregunta asombrado, ¿es que es posible perder a Dios?, ¿qué no está en todas partes?’, cabe responder que no es que Él se pierda, sino que hay quienes por diversos motivos, llegan a percibirlo como ausente, sienten que lo han perdido.
¿Qué hacer si eso llega a suceder? Imitar a María y a José en estas cinco actitudes:
No se resignaron a perderlo, se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo.
No se quedaron sentados esperando que Dios hiciera un milagro, no dijeron: ‘le toca a Dios localizarlo y devolvérnoslo, después de todo es Su Hijo y Él sí sabe dónde está.’ Si duda se encomendaron a Él, pero se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo.
Aunque estaban “llenos de angustia” (Lc 1, 48), no desperdiciaron tiempo en reclamar o preguntarle a Dios por qué dejó que se les perdiera Jesús; simplemente, como en otras ocasiones, aceptaron sin chistar que lo permitió, y se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo.
No se desanimaron pensando que no eran aptos para la tarea que Dios les encomendó. Con toda humildad asumieron lo sucedido, se dispusieron a superar aquello, a seguir cumpliendo, en la medida de sus capacidades y limitaciones humanas, la voluntad de Dios, y hacer lo que les correspondía: buscarlo hasta encontrarlo.
Ellos lo encontraron en el templo de Jerusalén.
Hoy podemos encontrar o reencontrar al Señor en la Iglesia, y recibir Su abrazo amoroso, Su perdón, Su Palabra, Su intercesión, a Él mismo en la Eucaristía, y hallarle en la comunidad, en Su nombre convocada y reunida.
En este domingo, en que celebramos a la Sagrada Familia, pidámosle a María y a José que nos ayuden a nunca perder -o a recobrar, si la sentimos perdida- la cercanía con Jesús y la conciencia de Su presencia amorosa en nuestra vida.