Amor, no temor
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Cuándo sobresaltaría a unos alumnos que su maestra entrara de pronto en su salón de clases?
Cuando salió un momento pidiéndoles que se quedaran sentados en sus pupitres, portándose bien y se pusieron a echar relajo, a rayonear el pizarrón y a correr y brincar por toda el aula.
¿Cuándo consideraría un joven, cuyos papás tuvieron que salir de fin de semana, que sería el peor momento para que cancelaran el viaje y regresaran?
Cuando avisó en ‘facebook’ que había ‘reventón’ en su casa, y la tiene llena de desconocidos pachangueros que están y la están dejando en un estado deplorable.
¿Cuándo no querría un empleado que terminara el viaje de negocios de su jefe?
Cuando se la ha pasado sirviéndose de la caja chica con la cuchara grande.
Queda claro que nos da miedo que nos ‘agarren’ portándonos mal, sobre todo si quien llega cuando menos lo esperamos tiene autoridad para sancionarnos por ello.
Reflexionaba en esto al leer que este Primer Domingo de Adviento, en el Evangelio que se proclama en Misa (ver Lc 21, 25-28.34-36) pide Jesús, refiriéndose al día de Su Segunda Venida: “Estén alerta, para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.
Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 34-36).
El Señor nos advierte que un día tendremos que comparecer ante Él, así que no nos conviene dejar que nuestra mente se entorpezca por “los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida”.
Llama la atención que menciona aparte de los vicios, la embriaguez, siendo que solemos considerarla también un vicio, pero es que tal vez lo que quiere enfatizar es que no se refiere sólo a la embriaguez provocada por el alcohol, sino a todo lo que implica la embriaguez como actitud, aplicado en un sentido espiritual: falsa euforia (alegrarnos sólo por los bienes de la tierra, que son transitorios, y no por los del cielo, que duran para siempre); desaprensión (que no nos importe caer en el pecado), libertinaje (usar mal nuestra libertad; volvernos esclavos de nosotros mismos, de nuestros malos hábitos); violencia (no amar al prójimo), inconsciencia (no darnos cuenta de la presencia de Dios), convertirnos en seres tambaleantes (no cimentados en la roca firme que es el Señor) que no saben lo que hacen y por lo tanto pueden hacer lo que sea, desde un penoso ridículo (olvidar su dignidad de hijos de Dios), hasta un delito grave (tropezar y caer en toda clase de pecados).
Se nos llama a evitar la embriaguez, no sólo física sino espiritual, de modo que estemos siempre alerta, lúcidos, conscientes de lo que hacemos.
Pero no sólo para poder ‘comparecer seguros’ ante el Señor, sino sobre todo para ser capaces, como pide san Pablo en la Primera Lectura (ver 1Tes 4,1) de vivir “como conviene para agradar a Dios”.
Que nuestra principal motivación no sea la de evitar el castigo.
Qué triste sería que se porten bien esos niños sólo para que no los dejen sin recreo, ese joven sólo para que sus papás no le quiten el coche, ese empleado sólo para que no lo corran.
Cuánto mejor sería que su motivación para portarse bien fuera, en el caso de los niños, que quieren a su maestra que es tan buena y paciente con ellos; en el caso del joven, que ama a sus papás y no quiere desilusionarlos; en el caso del empleado, que no quiere defraudar a su jefe, al cual le está muy agradecido por haberle dado chamba.
El motor que nos mueve a obrar no deber ser el temor sino el amor.
Vivir agradando a Dios porque lo amamos, porque le agradecemos la vida, los dones y bendiciones con que nos colma cada día.
Quien vive así no sólo vive sin temor a que el Señor lo llame a cuentas de repente, sino también disfruta más plenamente la existencia, puesto que vive conforme a la voluntad de Aquel que lo creó y que sabe qué le conviene, qué lo hace feliz.
Y desde luego no hay que olvidar que al final obtendrá una recompensa que supera cuanto pudiera imaginar.
Cabe suponer la gran alegría que sentirían esos alumnos que se portaron bien si la maestra volviera de la dirección a avisarles que por su buena conducta les dieron permiso de organizar una posada; la que experimentaría ese joven, que se portó bien, al ver que sus papás, agradecidos con él porque se portó responsablemente, volvieron trayéndole un regalazo; la que embargaría a ese empleado, al que su jefe al ver lo bien que se encargó de la oficina en su ausencia, lo ascendiera y le aumentara el sueldo.
Pues todas esas alegrías no se comparan con la que experimentarán quienes vivan agradando a Dios, pues además de haber vivido gozosamente y en Su amistad, podrán “comparecer seguros ante el Hijo del hombre”, y recibir la mayor recompensa que Él les puede dar: seguir disfrutando de Su compañía, toda la eternidad.