Buenas noticias
Alejandra María Sosa Elízaga**
Quién sabe por qué a veces nos pasa que lo malo se nos atora y lo bueno se nos resbala.
Si te enteras de que tu jefe o tu cónyuge o una persona a la que aprecias dijo algo agradable de ti y también algo desagradable, probablemente quede resonando en tu cabeza más la segundo que lo primero. Si te dan una noticia mala y una buena, incluso muy buena, quizá ni le pones atención a ésta por quedarte pensando en la mala; ahí tenemos el ejemplo de cuando Jesús les anunció a Sus apóstoles que iba a padecer, a sufrir, a morir y a resucitar; lo de resucitar les pasó de noche a Sus discípulos, lo que los impactó fue que sufriría y moriría (ver Mt 17, 22 -23).
Esto viene a colación porque conforme se acerca el fin del año, las Lecturas que se proclaman en Misa suelen tener un fuerte tinte apocalíptico, y anunciar el final de los tiempos con términos que a muchos les ponen los pelos de punta. Tenemos un ejemplo de ello este domingo.
En la Primera Lectura se anuncia “un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo” (Dn 12, 1), y en el Evangelio Jesús advierte que “después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá” (Mc 13, 24-25).
Leídas fuera de contexto son afirmaciones que nos dan miedo porque sentimos que nos espera lo peor y que no hay ni para dónde correr.
Lo bueno es que la Iglesia no nos las presenta fuera de contexto.
Con éstas, que parecen malas noticias, nos presenta otras no sólo buenas sino buenísimas, las mejores que puede haber.
Por ejemplo, al inicio de la Misa, en la Antífona de Entrada, nos comunica unas poderosas palabras de Dios que bastarían para fortalecernos y vacunarnos contra toda intranquilidad:
“Yo tengo designios de paz, no de aflicción, dice el Señor. Me invocarán y Yo los escucharé y los libraré de su esclavitud dondequiera que se encuentren” (Jr 29, 11.12.14).
Si Dios Todopoderoso, el Dueño de ese universo del que se nos dice que se bamboleará, nos asegura que no quiere afligirnos sino comunicarnos Su paz; que nos escucha cuando lo invocamos; que está dispuesto a rescatarnos de todas nuestras esclavitudes y ataduras, entonces ¿qué tenemos que temer? Como diría san Pablo: ‘Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?’ (Rom 8, 31).
Luego en la Primera Lectura, después de la mención de la angustia, se anuncia la salvación y la resurrección de los muertos.
Enseguida el salmista proclama: “Tengo siempre presente al Señor y con Él a mi lado, jamás tropezaré”, y añade: “Por eso se me alegran el corazón y el alma, y mi cuerpo vivirá tranquilo, porque Tú no me abandonarás a la muerte” (Sal 16, 9).
Y en el Evangelio, después de mencionar lo de la tribulación y el apagón cósmico, por llamarlo de alguna manera, Jesús anuncia que Él vendrá, y lo veremos llegar “sobre las nubes con gran poder y majestad” (Mc 13, 26), y que “enviará a Sus ángeles a congregar a Sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo” (Mc 13, 27).
¿Qué significa todo esto? Que por encima de lo aparentemente malo que se nos anuncia, se nos promete algo maravilloso: la venida del Señor, nuestro encuentro con Aquel que nos creó, que nos ha colmado de Su gracia y misericordia, que nos invita a pasar en Su amorosa compañía la vida eterna. ¡Son buenas noticias!
Dice un amigo que cuando hay una flecha en un camino la gente no se queda viendo la flecha, sino voltea a donde ésta señala. Así también, cuando se nos anuncia en lenguaje apocalíptico el final de los tiempos, no pongamos más atención a las señales que a lo que nos señalan: la llegada del Señor, el esperado por los siglos, que viene, como lo anuncia el salmista, a enseñarnos el camino de la vida, a saciarnos de gozo en Su presencia, de alegría perpetua junto a Sí.