Fíate
Alejandra María Sosa Elízaga**
Siempre me he preguntado qué hubiera sucedido si yo hubiera estado en su lugar.
Y aunque me gusta pensar que hubiera reaccionado igual que ella, debo confesar que tal vez no hubiera hecho lo que hizo, sino que probablemente hubiera regresado a aquel desconocido por donde había venido.
Me refiero a la historia que narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Re 17, 10-16).
Nos habla de una viuda, que como todas las mujeres sin marido en aquellos tiempos, estaba muy desprotegida pues no había quien velara por ella.
Se encontraba recogiendo leña para encender un fuego, usar la última ración de harina y aceite que le quedaba después de haberla hecho durar lo más que pudo, cocer un pancito para ella y su niño, y después resignarse a que ambos murieran de inanición, pues había sequía, y a menos que ocurriera un milagro ya no tendría nada qué comer al día siguiente.
En ésas estaba cuando se topó con el profeta Elías, que le pidió un poco de agua para beber, y cuando ella fue a traerla, le pidió también un pan.
Ella le explicó su precaria situación y él, en lugar de decirle, ‘bueno, disculpa que te molestara, no te voy a quitar lo poquito que tienes’, e irse a buscar alimento a otra parte, le pidió ¡que primero le hiciera y le trajera un panecillo a él!
¿Te imaginas?
Suena muy desconsiderado de su parte, ¿no te parece?
Es un forastero, ni siquiera es de la familia, y ¿pretende que esta mamá deje de alimentar a su hijito por darle de comer a él?
Uno esperaría enterarse de que ella rechazó su petición, pero en lugar de eso ¡accedió!
¿Por qué hizo semejante cosa?, ¿qué no amaba a su niño?, ¿qué no se daba cuenta de que si lo privaba de aquel último alimento que pensaba darle, moriría más rápido de hambre?
Si queremos hallar la razón de su actitud, tenemos que leer en la Biblia que Dios le había dicho a Elías: “vete a Sarepta de Sidón... pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer.” (1Re 17, 9).
Descubrimos así que ella no era una mala madre que prefería alimentar a un extraño que a su propio hijo.
Si la juzgamos sólo con criterios humanos, nos equivocamos.
Se trataba de una mujer de gran fe, dispuesta a cumplir cuanto Dios le pidiera, por difícil que fuera.
Y aquí cabe que nos preguntemos: ¿cómo fue que Dios se lo pidió?, ¿cómo le hizo para darle esa orden?
Tal vez algunos imaginen que ella escuchó una voz atronadora venida del cielo, pero Dios no suele manifestarse así (recordemos que al propio Elías no se le manifestó en un terremoto ni en un huracán, sino en una brisa suave... ver 1Re 19, 11-13).
Lo más probable es que en un silencioso momento de oración la movió a recordar algún trozo de la Sagrada Escritura en la que le pedía amar al prójimo como a sí misma, o ayudar al forastero, o dar de comer al hambriento, y a diferencia de tantos que leen lo que pide la Palabra de Dios y no sienten que les concierna, ella lo tomó como un llamado personal, se dejó conmover, se dispuso a obedecer.
Y claro, también contribuyó a su pronta obediencia que cuando le advirtió al profeta que ya no le quedaba más que un puñado de harina y un poquito de aceite, él le respondió: “No temas...porque así dice el Señor de Israel: ‘La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra’...” (1Re 17, 13-14).
Es evidente que fue porque se fiaba de Dios que ella aceptó hacer lo que el profeta le pedía, por arriesgado que pareciera.
Sabía que quien cumple la voluntad de Dios no queda nunca defraudado.
Y tuvo razón.
Dice el texto bíblico que: “tal como había dicho el Señor por medio de Elías, a partir de ese momento, ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó” (1Re 17, 16).
¿Qué hubiera sucedido si ella, aferrada a su poco de harina y aceite, hubiera despachado al profeta con las manos vacías?
Probablemente hubiera creído que se había salvado de un gran riesgo, el de quedarse sin nada por convidarle a él.
Tarde se hubiera enterado de que no era ése el verdadero riesgo, que el gran riesgo estaba en atenerse a sus propios recursos, confiar en sus propias míseras fuerzas, en lugar de abandonarse a la Divina Providencia.
Hay circunstancias en la vida en la que parece que lo ‘sensato’ es no hacer lo que Dios nos pide, porque nos parece ilógico o demasiado exigente y nos da miedo obedecer.
Es una tentación que hay que superar, porque cuando caemos en ella descubrimos demasiado tarde que lo realmente sensato hubiera sido cumplir la voluntad de Aquel que nos creó, que nos ama, que en todo interviene para nuestro bien, que nunca nos pedirá que hagamos algo para nuestro mal.
Recuerdo haber leído el testimonio de una mujer que durante la Segunda Guerra Mundial fue prisionera en los campos de concentración nazis.
Había logrado conseguir y esconder un frasquito de aceite medicinal.
Ella y su hermana se lo ponían en las heridas que tenían a causa de los malos tratos que sufrían.
Entonces sintió que Dios querría que ella compartiera su precioso aceite con las demás presas.
Luchó contra la idea; pensó que si se ponía a repartirlo no alcanzaría para todas.
Pero recordó el pasaje bíblico de la viuda de Sarepta, decidió poner lo del aceite en las manos de Dios y aceptó darle a las demás.
Y platicaba que el frasquito tardó demasiado tiempo en gastarse y cuando por fin se sintió vacío, si volteaban la botellita siempre salían todavía unas gotas, apenas lo suficiente para ayudar a alguien.
Sucedió así durante los ¡cinco años! que pasaron en ese lugar.
Y narraba emocionada que cuando por fin fue liberada, un día quiso sacar más gotas del frasquito, y ya no salió nada.
Claro, hubo sólo mientras lo necesitaron.
Este domingo la Palabra de Dios nos invita a fiarnos de veras de Él, aunque lo que nos pida nos suene irrazonable...
Claro, no se trata de decir: ‘voy a dar para obligarlo a darme’, sino de obedecer al Señor, en primer lugar por amor, y en segundo lugar porque no nos quepa la menor duda de que será, no sólo para nosotros sino para todos, lo mejor.
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