¿En qué consiste amar a Dios?
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Amas a Dios?
¿En qué consiste amar a Dios?
La pregunta viene al caso porque en la Primera Lectura (Dt 6, 2-6) y en el Evangelio (ver Mc 12, 28-34) que se proclaman este domingo en Misa queda claro que el primero de todos los mandamientos que Dios nos pide cumplir es: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”.
Siempre me había preguntado por qué se menciona este triple modo de amarlo, y ahora que reflexionaba en ello, caí en la cuenta de que corazón, mente y fuerzas son tres elementos que representan lo que entra en juego cuando dos personas se aman.
Te comparto mi reflexión:
Amar con todo el corazón
En la Biblia el corazón no se considera la sede del amor sino de la voluntad, de la mente, del entendimiento, del ser mismo de una persona.
Sin embargo, en nuestra mentalidad occidental tenemos muy arraigado el representar el amor con un corazón.
Así que permítaseme tomarme una pequeña licencia y retomar, para esta reflexión, éste significado al que estamos tan acostumbrados.
Cabe, pues, decir que lo primero en el amor entre un hombre y una mujer entraña siempre un sentimiento, una emoción del corazón, un enamoramiento.
Cada uno se fascina con lo que le cuentan del otro y también con lo que va descubriendo, y se la pasa pensando: ‘qué inteligente es’, ‘qué buen corazón tiene’, ‘qué detallista’, ‘qué genial’, ‘¡cómo me encanta!’
Los familiares y amigos del enamorado se dan cuenta de que lo está (a veces incluso antes de que él mismo lo reconozca) porque la persona amada se ha vuelto su tema favorito de conversación (casi ¡el único!) y no hace más que platicar lo que dijo y lo que hizo; y cuando regresa de haber ido a verla todos pueden notar que vuelve feliz, de buenas, con un brillo especial en la mirada.
Lo mismo sucede con quien ama a Dios.
Conforme nos van hablando de Él y vamos descubriendo Su creatividad, Su poder, Su bondad, Su misericordia, Su compasión, Su fidelidad, Su generosidad, en fin, Sus atributos, nos enamoramos de Él, y nos emociona sentir Su presencia en nuestra vida, nos maravilla captar cómo en todo interviene para bien, gozamos pensando en Él, decimos: qué grande es Dios, qué bien lo creó todo, qué hermoso, qué bondadoso, ¡qué lindo es Dios!
Y podríamos pasar horas hablando de Él, comentando Sus obras, recordando todo el bien que nos ha hecho.
Y cuando volvemos después de tener un encuentro con Él, por ejemplo en un rato de oración o en un retiro, volvemos llenos de paz y de gozo, con un brillo en la mirada que delata ante todos nuestra felicidad.
Es que lo amamos con todo el corazón.
Amar con toda la mente
El enamoramiento conduce naturalmente a un interés por quien se ama.
Los enamorados son capaces de pasar horas mirándose a los ojos, con las manos entrelazadas, platicándose sus cosas. Se dicen el uno al otro: ‘quiero saberlo todo de ti’, ‘cuéntamelo todo, déjame conocerte.’
También con Dios, el amor nos mueve a querer descubrir cómo es, qué piensa, qué opina de esto y de aquello, qué le gusta y le disgusta.
Amarlo con toda nuestra mente nos mueve a leer, meditar, reflexionar Su Palabra; a profundizar, con ayuda del Catecismo y de los documentos de la Iglesia, en las verdades que ha revelado; dedicar tiempo a dialogar con Él, en la oración, para ir tratando de conocerlo un poco más cada día.
Y si sucede que un enamorado nunca deja de descubrir en la persona amada algo que lo admira, cuánto más ocurre eso con Dios, que nunca deja de asombrarnos y deleitarnos, y mientras más sabemos de Él más nos damos cuenta de lo mucho que nos falta por saber, y aunque nunca alcanzaremos, con nuestra mente limitada, a abarcarlo o comprenderlo del todo, no desfallece nuestro anhelo de conocerlo más cada día; es una aventura fascinante que nunca termina.
Amar con todas las fuerzas
Conforme los enamorados se van amando y conociendo más y van estrechando su relación, surge naturalmente el deseo y la decisión de casarse, unirse para siempre.
Para cada uno, ello va a implicar un esfuerzo consciente y cotidiano para ser fiel, para no herir o defraudar al otro, para darle gusto, evitar lo que le desagrada, esforzarse por hacerlo feliz, ayudarlo a alcanzar su plenitud.
También amar a Dios entraña esforzarse para agradarle, cumplir lo que nos pide, no ofenderlo ni defraudarlo, darle gusto en todo.
Amarlo con todas las fuerzas implica no permitir que decaiga ni un día el amor del principio, no bajar la guarda, no dejar de dedicarle tiempo, de dialogar con Él, de entrar en comunión íntima con Él, no desperdiciar Su gracia para mantener a raya el pecado, el egoísmo, la soberbia, en fin, luchar con Su ayuda y todas nuestras fuerzas para no permitir que nada ni nadie pueda deteriorar nuestra relación con Él.
Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas es no sólo lo lógico si vivimos coherentemente nuestra fe, sino si queremos compartirla, sobre todo en este Año de la fe, en el que se nos ha invitado a ser nuevos evangelizadores.
Y es que sólo quien ama Dios con todo su corazón puede transmitir a otros el deseo de conocerlo, como una joven enamorada que habla con tanta emoción de su novio, que su familia y amistades le piden que se los presente.
Sólo quien ama a Dios con toda su mente, puede hablar de Él con conocimiento de causa, con argumentos sólidos, cimentados en Su Palabra y en la doctrina de la Iglesia.
Sólo quien ama a Dios con todas las fuerzas se atreve a vivir a contracorriente del mundo, guiándose por los valores del Evangelio y logra ser así eficaz nuevo evangelizador, testigo fiel y creíble del Señor.
Conoce los libros y cursos de Biblia de esta autora, y su ingenioso juego de mesa 'Cambalacho' aquí en www.ediciones72.com