¿Qué quieres que haga por ti?
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿No te ha pasado que estás hablando con alguien y al hacer una pequeña pausa buscando cierta palabra, la otra persona te completa la frase, pero dice algo muy distinto a lo que tú ibas a decir? Por adelantarse, se equivoca.
Quizá también te ha sucedido que te regalan algo que te hace pensar: ‘lástima que no me consultó, no es mi talla’, ‘qué pena que no averiguó qué color me gusta’; ‘ojalá me hubiera preguntado si esto me hacía falta, ¡ya tengo dos!’.
Una señora se quejaba de su marido le obsequió en su cumpleaños (el de ella), un coche de su modelo favorito (el de él), y lamentaba: ‘ojalá hubiera tomado en cuenta lo que yo quería’.
Si en lugar de suponer lo que los otros necesitan, les preguntáramos, iríamos a la segura, atinaríamos a darles algo que en verdad podrían aprovechar.
Por ejemplo, cuando en la iglesia organizamos acopios para damnificados, siempre nos ponemos en contacto con el párroco de esa zona para preguntarle qué necesitan; porque si se enviara un cargamento de latas de atún a una comunidad indígena que ni acostumbra comerlo, ni tiene abrelatas, no les serviría de nada e incluso podría hacerles daño.
En cambio cuando se sabe lo que los demás requieren, se tiene la certeza de que la ayuda enviada será eficaz.
¿A qué viene todo esto? A que cabe reflexionar que si así sucede en la vida cotidiana, con más razón sucede en la vida espiritual.
Por ello, en este Año de la fe, en que el Papa Benedicto XVI nos ha invitado a compartir nuestra fe con alguien, conviene que al responder a ese llamado cada uno se pregunte: ¿qué necesita ese alguien?, ¿qué he de compartirle acerca de mi fe?
Claro, ya se sabe que todos necesitamos a Dios, y, aunque lo nieguen, los alejados y los no creyentes no son la excepción, pero hay tantos y tan diversos caminos para llegar a Él, que al encaminar a alguien hay que procurar que tome la ruta que mejor le convenga.
Por ejemplo: a un adolescente quizá le resulte más fácil abrirse a la fe si se le ayuda a descubrir que Jesús es su Amigo, joven como él, que lo comprende cuando nadie lo comprende, que no lo juzga, que no lo defrauda, que nunca lo abandona.
Y en cambio a su papá tal vez se le facilite más relacionarse con Dios Padre, con cuya paternidad puede identificarse.
Otro ejemplo: la hija de unos amigos empezó a salir con un universitario al que le interesaba el ‘budismo’, leía filosofía zen, y podía pasarse largo rato meditando, haciendo ‘ooommm’ sentado en el suelo.
¿Cómo podía ella interesarlo en su fe?
Se le ocurrió introducirlo en la tradición católica contemplativa, prestándole algunos libros, y tiempo después probó a invitarlo a una jornada de adoración al Santísimo, en la que él pudo pasar horas en silencio, pero no como acostumbraba, tratando de poner la mente ‘en la nada’, sino descubriendo la riqueza de ponerla en Alguien, en Jesús, presente en la Eucaristía, para contemplarlo y saberse contemplado por Él.
Fue para este muchacho una experiencia decisiva, que tocó su corazón.
Si en lugar de responder a lo que la sensibilidad de su novio requería, a ella se le hubiera ocurrido llevarlo a una de esas asambleas litúrgicas donde la gente alaba a Dios con cantos, aplausos y aclamaciones a todo pulmón, muy probablemente no sólo lo hubiera incomodado sino incluso ‘vacunado’...
Sintonizarse en la frecuencia del otro, captar qué hay en su interior, cuáles son sus más hondos anhelos, permite ayudarlo a descubrir cómo Dios puede saciarlos.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 10, 46-52), un ciego le pidió a Jesús que tuviera compasión de él.
Si hubiéramos estado allí, es posible que sin pensarlo dos veces hubiéramos decidido que lo que este ciego necesitaba era recobrar la vista.
Y llama la atención que Jesús le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”, dándole así la posibilidad de pensar, entrar en sí mismo, cuestionarse qué era lo que realmente le hacía falta, y pedirlo.
Y es que, aunque nos parezca increíble, hubiera cabido la posibilidad de que en lugar de pedir ver, hubiera pedido otra cosa, por ejemplo, seguir ciego y que Jesús moviera el corazón de las gentes para que lo socorrieran más generosamente.
Lo notable es que Jesús, a pesar de que sabía perfectamente lo que al otro le hacía falta, le dio la oportunidad de expresarlo, asumirlo, hacerse cargo de su necesidad y ponerla en Sus manos.
Y fue hasta que el ciego pidió: “Maestro, que pueda ver”, que Jesús le concedió recobrar la vista, tras lo cual el hombre comenzó a seguirlo por el camino.
En este Año de la Fe en que el Papa te invita a compartir con otros tu fe, no asumas de antemano que ya sabes lo que alguien necesita para poder encontrarse con Dios.
Atrévete a preguntarle, procura escucharle (con los oídos de la cabeza y del corazón), y pide a Dios la gracia de saber responder, para proponer a cada uno el camino mejor, el que pueda conducirlo al encuentro del Señor.
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