Lo que Dios unió...
Alejandra María Sosa Elízaga**
Casarse ‘para siempre'.
Es una expresión que suena demasiado seria y comprometedora cuando la principal motivación para casarse es tener 'permiso' para compartir la misma cama y pasarla bien.
Y lamentablemente abundan las parejas que se casan por razones puramente egoístas: 'quiero hallar una novia bonita para lucirla en las cenas de la oficina'; 'busco un novio guapo para matar de envidia a mis amigas'; 'espero encontrar una esposa que limpie, lave, planche y cocine rico como mi mamá'; 'deseo un esposo que mantenga y cumpla todos mis caprichos'.
Claro, cuando ésas son las motivaciones, ¿qué pasa si la bonita se arruga, al guapo le sale panza, el ama de casa debe salir trabajar o a él lo corren del empleo?
Aquello de 'y prometo amarte y respetarte todos los días de mi vida' comienza a parecer incumplible y cada uno quiere salir por la puerta más rápido que aprisa.
Es por eso que hoy en día muchas parejas se casan pensando: 'si no resulta, me divorcio y ya'. Así de fácil.
Pero entonces llega el inquietante Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 10, 2-16).
Ahí se narra que unos fariseos se acercan a Jesús a preguntarle si es lícito divorciarse. Jesús les pregunta qué dice la ley y ellos mencionan que desde tiempos de Moisés se permitía: darle a la mujer un documento para obtener lo que en nuestros días se conoce como 'divorcio expréss', que al igual que éste podía solicitarse por la mayor nimiedad y sin pensarlo dos veces.
Jesús les hace notar que están citando una ley humana, pero la ley divina es muy distinta, pues en el plan de Dios los esposos quedan indisolublemente unidos. (ver Gen 2, 24).
Podemos imaginar que quienes lo escucharon entonces y quienes lo escuchan ahora se preguntan por qué Dios determinó que esa unión fuera permanente; ¿quería acaso hacerle la vida de cuadritos a las parejas condenándolas a tenerse que aguantar hasta la muerte? ¡Nada de eso, todo lo contrario!
Pensar así demuestra en primer lugar un total desconocimiento de Dios, que jamás hace nada para perjudicar al hombre, y, en segundo lugar muestra que no se comprende el sentido cabal del matrimonio cristiano.
Y ¿cuál es ese sentido?
Que el hombre y la mujer se unan para hacerse mutuamente dichosos toda la vida.
Que él piense: 'me caso con ella porque quiero dedicar mi vida a hacerla dichosa'; y que ella piense: 'me caso con él porque quiero dedicar mi vida a hacerlo dichoso'.
Pero ojo, no estamos hablando de una dicha frívola, superficial, pasajera, sino del concepto de dicha como se entiende en el Evangelio, y también cuidado con malinterpretar esto y decir, 'ah, bueno, como son dichosos los que lloran, me la voy a agarrar a trancazos'; 'como son dichosos los que tienen hambre y sed, no le preparo la comida', y así por el estilo. No.
Se trata de entender la dicha como sinónimo de bienaventuranza, un concepto que engloba alegría en el alma, paz interior, la felicidad de la que gozan los santos.
Sí, aunque parezca exagerado, el principal objetivo del matrimonio es la santificación de los esposos, pero ojo de nuevo, no en el martirio, sino en la búsqueda del verdadero bien del otro.
Decir: 'me caso para hacerlo feliz' debe ser sinónimo de: 'me caso para ayudarle a alcanzar la plenitud a la que Dios le llama, la plenitud de sus cualidades, la plenitud de su gozo, de su paz, de su unión con Dios'.
Se entiende así que los esposos puedan entonces prometerse fidelidad: 'en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza'.
Claro, si la motivación es hacer al otro dichoso, se puede cumplir aunque esté enfermo; en cambio si la motivación es que el otro me haga dichosa, qué fastidio que se ponga malo y tener que aguantar sus quejas y atenderlo; si la motivación es hacerla dichosa, se puede cumplir aunque le salgan patas de gallo, pero si la motivación es que me haga dichoso, qué decepción que ya no sea atractiva, surge la tentación de sustituirla por una jovencita...
Queda claro que lo que debe motivar y sostener un matrimonio es el amor, pero para que ese amor sea suficientemente fuerte como para durar toda la vida, como para superar toda clase de dificultades y pruebas, tiene que tener como sustento, inspiración y fuente el amor de Dios.
Y ése es el sentido de casarse por la Iglesia; no para lucir un vestido blanco, no para tener un ‘papelito’, no para 'sacarla bien de su casa', para que les echen la bendición y hacer pachanga, sino para suplicar y obtener la gracia divina de amar a la pareja como la ama Dios, con un amor fiel, misericordioso, solidario, gozoso, invencible, y ayudarse mutuamente a caminar hacia la santidad a la que están llamados y cada uno poder decir, como el profeta: "Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás al Señor." (Os 2, 21-22).
Entonces sí, lo que Dios unió, nunca podrá separarlo el hombre.