¡Heredamos!
Alejandra María Sosa Elízaga**
Mucha gente tiene su esperanza puesta en recibir una herencia. Espera un día poder obtener mucho dinero, o una buena propiedad, o determinados bienes a los que les tiene echado el ojo (‘tío, déjame tu reloj a mí’, ‘abuelita, tu vajilla la pido yo’), o incluso ciertos genes (ojalá el bebé herede el talento de su papá; la belleza de su mamá; que sea sanote como su bisabuelo...).
Lo malo de las herencias es que suelen implicar la muerte de quien las lega, por lo que resulta agridulce recibir algo bueno de una persona que ya no está para acompañarnos a disfrutarlo. Y no se puede pasar por alto lo peor: la posibilidad de heredar algo valioso despierta tal avaricia en algunos, que son capaces de llegar al extremo de despojar a los legítimos herederos y quedarse con todo o con más de lo que les corresponde. ¡Cuántos pleitos por herencias, por pequeñas o grandes que éstas sean, rompen familias y amistades, dejando a los involucrados inconformes, quejosos, resentidos, enemistados!
Qué bueno sería que pudiera haber una herencia que no implicara nada negativo: ni la muerte de quien la da ni la insatisfacción de quien la recibe; una herencia tan maravillosa y tan perfectamente repartida, que todos los que la compartieran quedaran verdaderamente felices. ¿Te parece imposible? ¡No lo es! Existe una herencia semejante, y lo mejor de todo es que ¡tú eres uno de los afortunados herederos!
Nos lo revela san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Rom 8, 14-17). Dice que por el Espíritu Santo que hemos recibido, podemos llamar Padre a Dios, es decir que somos hijos de Dios. “Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8, 17).
Que ya nadie se la pase esperando que se le muera un pariente rico o que algún familiar lejano o desconocido le mencione en su testamento, tenemos la certeza de que recibiremos la mejor herencia que hay. Somos nada menos que ¡herederos de Dios!, ¿qué herencia puede ser más fabulosa que la que podamos recibir de Él?
No se trata de dinero que pueda ser gastado, robado o dilapidado, Su herencia vale más que el oro y es inagotable. No es una propiedad que pueda deteriorarse o requiera costoso mantenimiento, lo que nos heredará no se desgasta ni pierde ‘plusvalía’. No es un artículo efímero, nos durará para siempre. No es un rasgo físico que con la edad o la enfermedad pueda perderse, lo gozaremos con un cuerpo sin defectos o discapacidades, que ya nunca padecerá ni morirá.
¡Se trata de la mejor, la única herencia que vale la pena recibir porque es infinita, en su repartición no habrá injusticias, dejará a todos los herederos plenamente satisfechos, y, lo mejor de todo: nadie podrá arrebatárnosla, podremos disfrutarla para siempre y en la mejor compañía, la de Aquel que nos la da!
Nuestra herencia es la vida eterna: poder resucitar y vivir eternamente con Dios. ¡No hay nada mejor que eso!, ¡nada se le puede comparar! Y para apreciar más la inmensidad del regalo que nos está destinado, cabe destacar tres aspectos muy conmovedores:
El primero, es que nosotros no somos los legítimos herederos. Pero a diferencia del mundo, en el que quienes no tienen derecho directo sobre una herencia no reciben nada (y los que sí tienen derecho se aseguran muy bien de ello), en nuestro caso Dios nos ama tanto que no quiso dejarnos con las manos vacías, sino que se las ingenió para que pasáramos, de ser simples creaturas Suyas, a ser hijos por adopción, con todos los derechos que nos permitieran recibir su herencia. (Ver Rom 8, 15).
El segundo aspecto, es que el legítimo heredero hizo hasta lo imposible para que pudiéramos compartir Su herencia. Es algo ¡inaudito! A diferencia del mundo, en el que los hermanos discuten, se pelean y hacen todo lo que pueden para despojarse unos a otros, en nuestro caso Jesús no sólo aceptó pasivamente que fuéramos coherederos con Él, sino que quiso intervenir activamente, aun sabiendo cuánto habría de sufrir para conseguirlo. Y así, renunció a los privilegios de Su condición divina, se hizo Hombre, padeció, murió por nosotros, y resucitó, todo para asegurar que pudiéramos gozar Su herencia con Él. Dice san Pablo: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con Su pobreza” (2Cor 8, 9) ¿¡Quién más hubiera hecho tanto por nosotros!?
El tercer aspecto es que no nos merecemos la herencia. A veces en el mundo cuando alguien hereda algo a una persona que no es de su familia, lo hace debido a que fue buena con él, hizo méritos. En nuestro caso, no nada más no hemos hecho méritos sino nos hemos portado pésimo, hemos sido ingratos, rebeldes, malos, una y otra vez nos hemos olvidado y apartado de Dios, y sin embargo, a diferencia de como reacciona el mundo, Dios no nos deshereda, no hace cita con el notario para borrarnos del testamento, se mantiene firme, fiel, decidido a que participemos de Su extraordinaria herencia. (Ver Ef 1, 1-12).
Ojalá considerar estos tres aspectos nos ayude a valorar el amor de Dios y la herencia que nos tiene preparada, porque hay un asunto de vital importancia que está todavía pendiente: como sucede con toda herencia, el recibirla no se da en automático, no se impone; quien la hereda tiene la opción de aceptarla o renunciar a ella. Y así sucede en nuestro caso. A pesar de que le dolería y entristecería mucho que después de todo lo que ha hecho para participarnos de esta herencia la rechacemos, Dios nos ha dado la libertad de decir que sí o decir que no.
Alguien podría pensar: ‘de locos decimos que no’, lo cual es cierto, pero la cosa no es tan simple, no se trata sólo de una palabra, hay que tener el alma preparada para que a la hora en que nos toque recibir la herencia estemos en condiciones de acogerla. Me viene a la mente el caso de una amiga, que desde que supo que una viejita tía suya iba a heredarle su precioso piano, se puso a pensar dónde lo pondría y volvió a tomar lecciones para poderlo tocar y así disfrutarlo más cuando le llegara. Nosotros debemos prepararnos para aceptar y aprovechar la herencia que nos está destinada. ¿Cómo? Practicando, ya desde ahora, los valores que allí viviremos en plenitud: el amor, la bondad, la alegría, la justicia, la paz; manteniéndonos en verdadera amistad, diálogo y comunión con Dios. De ese modo, cuando llegue la hora, estaremos más que dispuestos a decir ¡sí! ¡quiero y puedo aceptar mi herencia!
En este domingo, en que la Iglesia celebra la Santísima Trinidad, alégrate sabiendo que eres miembro de la familia de Dios, que te ha destinado a disfrutar de una herencia que no alcanzas siquiera a imaginar.
Da “gracias al Padre, que (nos) ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz” (ver Col 1,12).
Da gracias al Hijo, porque por Su Resurrección “de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos” (1Pe 1,3-4).
Da gracias al Espíritu Santo, que “a una con nuestro espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8, 16), “de modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4, 7).