No estamos perdiendo la batalla
Alejandra María Sosa Elízaga**
“Esta batalla es por la verdad y la libertad, y desgraciadamente, la estamos perdiendo”
Con esta descorazonadora cita terminaba un artículo titulado ‘Cristianos, los más perseguidos’, que salió publicado en el número pasado de ‘Desde la Fe’ (#795, 20 de mayo de 2012, p.3), en el cual se mencionaba algo que no suele darse a conocer: que de todas las personas en el mundo que son víctimas de discriminación (lo cual abarca toda clase de injusticias, desde burlas, calumnias y despidos laborales hasta persecuciones, encarcelamientos, torturas, y homicidios), los cristianos encabezamos la lista.
Al parecer los mismos que consideran ‘políticamente incorrecto’ decir o hacer algo permita que se sospeche siquiera que están discriminando a alguien por su raza, condición económica, cultura o preferencia sexual, consideran ‘políticamente correcto’ no sólo aceptar sino alentar que se discrimine a los cristianos. Lo comprobamos cotidianamente: en el cine, en la televisión, en los programas de opinión: los cristianos somos criticados, caricaturizados, ridiculizados, atacados. Y el asunto es más grave aún. Afirmaba el artículo, con base en estadísticas comprobables, que sólo en el siglo XX más de cuarenta y dos millones de creyentes fueron asesinados por expresar su fe en Cristo. Y que esta tendencia anti-cristiana no va a la baja, todo lo contrario, va en aumento.
Alguien podría decir, ‘bueno, los católicos se lo han ganado por culpa de sus curas pederastas’, pero esa afirmación no se sostiene si vemos que los presbíteros que desgraciadamente han caído en esa abominable situación no llegan ni al .01% del total de sacerdotes y del total de pederastas en el mundo. Los sacerdotes que realizan abnegadamente su labor celebrando Misas, confesando fieles, visitando enfermos, auxiliando moribundos, consolando a los deudos y realizando incontables labores de ayuda en hospitales, asilos, y toda clase de misiones en dondequiera que hay personas necesitadas (refugiados, damnificados, incurables, migrantes, gente en situación de abandono y de pobreza extrema), en suma, los sacerdotes buenos son la inmensa mayoría, pero no suelen recibir publicidad.
Otros podrían alegar que la discriminación contra los propios cristianos se debe a que no siempre damos un buen testimonio de nuestra fe, a lo cual cabe responder que todos los seres humanos somos falibles y todos cometemos errores, pero ello nunca justifica el odio o la violencia; nada justifica que, por ejemplo, alguien irrumpa violentamente en una catedral, como ha sucedido en México, o incendie una iglesia llena de hombres, mujeres, ancianos y niños, como tristemente ha sucedido en India y en África.
Entonces cabe preguntar: ¿cuál es la razón para la persecución contra los cristianos? La razón fundamental es que somos seguidores de Cristo. Si siguiéramos a cualquier otro nadie diría nada, pero como seguimos a Cristo recibimos los mismos ataques que recibió Él. Ya nos lo había anunciado el Señor: “Si el mundo os odia, sabed que a Mí me ha odiado antes que a vosotros...Si a Mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros...” (Jn 15, 18.20).
Sin embargo, así como Cristo es la razón por la que nos persiguen, en Cristo hallamos la razón para no caer en la desesperanza, porque Él dijo: “En el mundo tendrán persecuciones, pero ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo.” (Jn 16, 33b).
En otras palabras, aunque las cosas se pongan color de hormiga, nunca debemos perder la seguridad de que, como dijo el Papa Benedicto XVI, el mal no puede tanto.
La deprimente conclusión a la que llegaba la persona citada al final de aquel artículo (eso de que estamos perdiendo la batalla) sería comprensible si estuviéramos luchando solos, pero no es así. En esta batalla no estamos atenidos a nuestras míseras fuerzas, pues entonces de verdad la estaríamos perdiendo. Tenemos a nuestra disposición una ayuda extraordinaria. ¿A qué ayuda me refiero? A la misma con la que contaron los apóstoles de Jesús (los primeros cristianos que fueron perseguidos): la poderosa ayuda del Espíritu Santo.
Jesús prometió enviarles el Espíritu que los consolaría (ver Jn 16,7), que los guiaría hacia la verdad (ver Jn 16,13), que les recordaría Sus enseñanzas (ver Jn 14,26), que pondría en sus labios las palabras adecuadas (ver Mc 13, 9-11); que les daría la fortaleza necesaria para enfrentar lo que fuera (ver Hch 1,8), y que los colmaría de los dones y carismas que necesitaran (ver 1Cor 12, 4-11) para cumplir la misión de ser testigos Suyos a la que los enviaba.
Lo prometió y lo cumplió.
Lo comprobamos en la Palabra de Dios que se proclama este domingo en Misa.
Por ejemplo: en la Primera Lectura de la ‘Misa del día’ de este domingo (ver Hch 2,1-11) descubrimos cómo luego de recibir el Espíritu Santo, los apóstoles fueron capaces de hablar en lenguas que gente de diversas nacionalidades y procedencias podía comprender. Y eso significa mucho más que sólo hablar en otro idioma, significa que tuvieron el valor, la audacia y la elocuencia para hablar de “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) a quienes no tenían idea, a personas de ambientes muy diversos que no compartían la fe de ellos y a las que su fe podía extrañarles, incomodarles o incluso enojarles.
En la Segunda Lectura de la Misa del sábado por la noche (ver Rom 8, 22-27), nos dice san Pablo que “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26). Y ¡vaya que sabe de lo que está hablando! Recordemos que cuando era perseguidor de cristianos tuvo un encuentro con Cristo después del cual se convirtió y recibió el Espíritu Santo (ver Hch 9). Y de allí en adelante se dedicó a predicar por todo el mundo conocido, enfrentó graves peligros y dificultades, y siempre tuvo muy claro que fue gracias a la ayuda del Espíritu Santo que él pudo salir adelante. Por ejemplo: cuando unos judíos de Antioquía e Iconio lo golpearon y arrastraron fuera de la ciudad, sin importarles que se lastimara con las piedras del camino, y lo dejaron tirado allí dándolo por muerto, ¿quién sino el Espíritu Santo le dio a Pablo el valor y la fuerza para levantarse y regresar a predicarles a los mismos que tan salvajemente lo habían maltratado? (ver Hch 14, 19-20). Cuando fue apresado y encadenado, y un terremoto hizo que se abrieran las puertas de la cárcel y el carcelero iba a matarse pensando que los presos habían huido y él sería castigado por ello, ¿quién sino el Espíritu Santo le dio a Pablo la capacidad de perdonar al carcelero y no sólo impedir que se matara sino aprovechar la ocasión para predicarle y bautizarlo a él y a todos los de su casa? (ver Hch 16, 22-34). ¿Quién, sino el Espíritu Santo, le dio a Pablo la capacidad de tocar los corazones cuando predicaba, si no tenía facilidad de palabra y además temblaba de miedo? (ver 1Cor 2, 1-13).
Dice san Pablo que “el Espíritu es el mismo” (1Cor 12,4). en referencia a que es Dios mismo “que obra todo en todos” (1 Cor 12,6). Pero no sobra que entendamos también eso de ‘mismo’ en el sentido de que no ha cambiado, es decir, que el Espíritu es el mismo ayer, hoy y mañana.
Ello significa que el mismo Espíritu que les dio a Pablo y a los apóstoles la fortaleza para resistir lo que les tocara padecer por defender su fe, nos la da a nosotros. El mismo Espíritu que los capacitó a ellos para hablar en lenguas que todos pudieran comprender, nos capacita a nosotros para hablar de Dios a nuestros adolescentes rebeldes, a nuestros jóvenes que todo lo cuestionan, a nuestros cónyuges alejados, a nuestras amistades no creyentes. El mismo Espíritu que inspiró a los apóstoles a servir al Señor, nos inspira a nosotros a dar catecismo o clases de Biblia o a llevar la Sagrada Comunión a los enfermos o a ir de misiones o a entrar al seminario o al convento. El mismo Espíritu que dio a los apóstoles y a Pablo la capacidad de perdonar nos da a nosotros la capacidad de no devolver mal por mal sino bendecir, amar y rogar por lo que nos persiguen.
No podemos llegar a la triste conclusión de que estamos perdiendo la batalla, ¿por qué? porque tenemos al Espíritu de Dios con nosotros. En todo caso, podemos decir, como san Pablo, que nos hallamos: “atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados...” (2Cor 4, 8-9).
San Pablo sufrió toda clase de terribles dificultades: (ver 2Cor 11, 24-33), y sin embargo, aunque su cuerpo padeció en el combate, su corazón jamás perdió la paz ni el valor, y por ello Pablo fue capaz de afirmar: “¡qué persecuciones hube de sufrir! Y de todas me libró el Señor!” (2Tim 3,11b).
No estamos perdiendo la batalla. Aquel que de algo que el mundo consideraría el mayor fracaso, la mayor humillación: Su muerte en la cruz, nos obtuvo el mayor triunfo, la derrota del pecado y de la muerte, nos ha enviado Su Espíritu.
No estamos perdiendo la batalla. Luchamos revestidos con las armas de la luz (ver Ef 6, 11-18), guiados por el Espíritu Santo que nos colma de amor, alegría, paz, paciencia, misericordia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio (ver Gal 5,22), y derrama en nosotros Sus dones de sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios (ver Is 11, 1-2).
No estamos perdiendo la batalla, porque el Espíritu Santo nos recuerda las palabras de Jesús (ver Jn 14,26); nos lo hace presente en los Sacramentos y, de modo especial, en la Eucaristía; nos defiende, nos consuela (ver vr Jn 16,7), e intercede por nosotros (ver Rom 8, 26-27).
No estamos perdiendo la batalla, pues contamos con la ayuda invaluable del Espíritu Santo que nos dio la vida (ver Jn 6, 63), que en nuestro Bautismo nos hizo libres e hijos de Dios (ver Rom 8, 14-16); que en nuestra Confirmación nos colmó de los dones y carismas que necesitamos para vivir a contracorriente y tener valor para dar testimonio cristiano en un mundo que se rige por valores opuestos al Evangelio (ver Hch 4, 29-31).
En este domingo de Pentecostés, junto con toda la Iglesia celebramos que el Espíritu Santo se ha quedado con nosotros para siempre (ver Jn 14,16), y por eso no estamos perdiendo la batalla, y por eso, a pesar de las apariencias y de las dificultades que nos toque enfrentar, podemos, como san Pablo, alegrarnos y gloriarnos “hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 3-5).
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