Fuerza para soportar
Alejandra María Sosa Elízaga**
¡No la soporto! ¡No lo soporto!
Es una frase que se suele decir para expresar que algo está tan mal en alguien que éste resulta inaguantable. Pero desde el punto de vista de la fe, el asunto es al revés. Lo malo no está en esa persona de la que se habla sino en la que así habla.
Es que eso de ‘soportar’ no debe entenderse como ‘aguantar’ en el sentido de tener que resignarse, con mal disimulada impaciencia, a los defectos del prójimo, sino como sinónimo de sostener, es decir, darle soporte, apoyo, amor, auxilio para que no se hunda bajo el peso de sus miserias. En ese sentido, decir que uno no soporta a alguien equivale a decir que uno no quiere darle soporte, que no quiere ayudarlo; pone de manifiesto que uno tiene un corazón endurecido que no se conmueve ante la miseria ajena ni está dispuesto a echarle la mano a quien más lo necesita; manifiesta no sólo falta de caridad e intolerancia, sino desobediencia a la voluntad de Dios que nos pide, a través del apóstol san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ef 4, 1-13): “sopórtense mutuamente con amor” (Ef 4, 2b).
Y si alguien alega que no se puede negar que hay personas de un carácter tan pesado que uno no puede con ellas, cabe replicar que es verdad que ‘uno’ no puede con semejante peso, por lo cual tiene que pedir ayuda a ‘otro’, ¿a quién?, lo descubrimos en la Primera Lectura dominical (ver Hch 1,1-11), al leer que Jesús les prometió a Sus apóstoles que serían bautizados con el Espíritu Santo y les anunció: “cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos...hasta los últimos rincones de la tierra.” (Hch 1,8)
Ahí lo tenemos: cuando comprendemos que somos demasiado débiles, cuando nos damos cuenta de que nuestras solas fuerzas no alcanzan para soportar a alguien, contamos con la fuerza del Espíritu Santo.
El Espíritu nos hace capaces de seguir amando cuando creemos que ya no tenemos más amor; seguir perdonando cuando creemos agotada nuestra capacidad de perdón; soportar cuando estamos a punto de soltar a esa persona tan pesada y dejarla caer (dejarla caer de nuestra estima, de nuestra atención, de nuestra paciencia...).
Y es oportuno aclarar que no estoy proponiendo que nadie se ponga de tapete para que otros abusen, o acepte ser víctima de alguien que atente contra su dignidad como persona o su integridad física o moral. En esos casos hay que pedir fortaleza, claro que sí, pero ponerse a buen resguardo. A lo que me refiero aquí es a esa situación que suele darse en la familia, en la escuela, en el trabajo, en la comunidad, en la que inevitablemente tienes que convivir con una persona que te parece insoportable y necesitas la ayuda del Espíritu Santo para poder dar el testimonio cristiano que se espera de ti.
Solemos tener claro que podemos acudir al Espíritu Santo cuando necesitamos que nos inspire, que nos guíe, que sea nuestra luz, pero no sólo es comunicador, no sólo es guía, no sólo es iluminador, también es fortalecedor. Nunca olvidemos que podemos acudir a Él cuando necesitamos que nos dé fuerza. Es uno de Sus dones, y si se lo pedimos acude siempre en nuestra ayuda, y es como si nos pusiera en el alma uno de esos cinturones anchos de cuero que usan los cargadores para poder levantar un gran peso sin herniarse. Nos capacita para soportar la situación o persona que sea, ¡por pesada que sea!
Hay quien se pasa la vida esperando que los otros cambien para ver si así logra soportarlos, pero los otros no suelen cambiar. Como creyentes nuestra misión no es esperar que los demás cambien para poder amarlos, sino amarlos como son, soportarlos como son (no en balde una de las obras espirituales de misericordia consiste en soportar con paciencia los defectos del prójimo).
Cuando Jesús Resucitado envió a Sus apóstoles como testigos Suyos, no cambió el corazón de quienes iban a rechazarlos, amenazarlos, perseguirlos; lo que hizo fue comunicar a Sus apóstoles la fortaleza para resistir esos rechazos, amenazas y persecuciones. Así lo comprendieron ellos y así resultó. Prueba de ello es que cuando Pedro y Juan recibieron amenazas y azotes y regresaron a donde estaban los otros apóstoles, se pusieron a orar, no para pedir que ya nadie los amenazara o azotara, sino para tener fuerza y valor para seguir dando testimonio a pesar de todo (ver Hch 4, 23-31).
Así pues, cuando te encuentres con una persona pesada que te cae gorda, no esperes que Dios la cambie. Pídele al Espíritu Santo que te cambie a ti, que te dé Su fuerza misericordiosa; conseguirás entonces lo que te parecía imposible, aprenderás a amarla y descubrirás que con la gracia de Dios no hay nadie insoportable...
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