Tiniebla iluminada
Alejandra María Sosa Elízaga**
Nunca ha habido ni habrá unos corazones más estrujados que los suyos.
Pasaron en poco tiempo de un gran pavor a una gran paz, del más intenso duelo al más intenso gozo, de la más absoluta oscuridad, a la más absoluta claridad.
Con razón se quedaron turulatos, con razón no sabían ni qué pensar.
Me refiero a los discípulos de Jesús, y a lo que vivieron desde el momento en que acompañaron a su Maestro al Huerto de los Olivos y se dejaron ganar por el sueño para no verlo vagar entre los árboles, triste y angustiado, hasta el momento en que se les apareció, Resucitado, y les comunicó Su paz y les mostró las llagas de Sus manos y costado.
Se vieron zarandeados por acontecimientos que se desencadenaban, uno tras otro, cada uno más terrible que el anterior.
Sólo podemos atrevernos a imaginar lo que sería para ellos, que luego de haberlo dejado todo para seguir a Jesús, luego de pasar años conviviendo con Él, sintiendo sobre sí Su mirada amorosa, escuchando Su Palabra, disfrutando Su compañía, luego de mirarlo realizar milagros espectaculares y estar convencidos de que era el Mesías, lo vieron ser aprehendido como malhechor, atado de manos, llevado con innecesaria violencia; se sintieron indignados de saberlo ultrajado y avergonzados de dejarlo solo y quedarse lejos mientras era abofeteado, escupido, azotado, coronado de espinas, cargado con la cruz, crucificado.
Lo contemplaron sangrante y torturado, morir sereno. Lo vieron traspasado por la lanza, lo comprobaron muerto y sepultado.
Apenas podemos suponer cómo tenían el alma después de todo eso. Tal vez más de uno se quería morir, sintiéndose terriblemente solo sin Jesús, perdida toda esperanza; otros se sentían defraudados por haber creído en alguien que no resultó como pensaban; probablemente a varios se les sumaba, al dolor de haberlo perdido, el remordimiento de haberlo abandonado cuando más los necesitaba.
Y seguramente a muchos los tenía aterrorizados pensar que vinieran a aprehenderlos, que les pudiera pasar lo mismo que a Él, y por eso se encerraron a piedra y lodo; creyéndose perdidos, sin brújula ni rumbo, sin hallar sentido a nada, llorosos, deprimidos, viéndolo todo negro, renuentes a aceptar los testimonios de las mujeres que les decían que estaba vivo (ver Lc 24, 9-11), resistiéndose a permitirse esa esperanza, por temor a volver a quedar decepcionados.
Y entonces Jesús se le apareció a Pedro y también a dos discípulos que iban de camino a una aldea cercana llamada Emaús. A pesar de la resistencia de los discípulos, una lucecita se les fue colando en el corazón, pequeña, incipiente, pero suficientemente poderosa como para romper la tiniebla en la que estaban sumidos.
Seguían atemorizados, pero algo había cambiado.
Cuenta el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 24, 35-48) que estaban los discípulos hablando de las apariciones de Jesús cuando Él mismo se apareció en medio de ellos.
¿Te imaginas?
Todavía no estaban seguros de si de veras estaba o no vivo, y de repente ¡lo tenían delante!
Como si a unos niños que están contando historias de terror se les apareciera de pronto un alma en pena, ¡se pegaron un sustazo mayúsculo!
Lo primero que supusieron fue que se trataba de un fantasma, y más de uno tal vez temió que viniera de ultratumba a castigarlos por haberle fallado; quizá varios consideraron que el dolor los estaba enloqueciendo, que alucinaban, y otros se quedaron paralizados de asombro, sin saber ni qué pensar, pero dispuestos a salir corriendo a la primera oportunidad.
Jesús se dio cuenta y por eso lo primero que les dijo fue: “La paz esté con ustedes” (Lc 24, 36).
Aquel que calmó la tempestad, quería ahora serenar el alma de Sus apóstoles, pero éstos no se dejaban, estaban demasiado espantados.
¡Y no era para menos! No les cabía la menor duda de que había muerto, eso lo tenían bien comprobado; entonces, ¿cómo era posible que estuviera allí ante ellos, Vivo, mirándolos con el mismo amor de siempre e invitándolos, como siempre, a no perder la paz?
Jesús, comprendiendo lo que estaban sintiendo les dijo: “No teman; soy Yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren Mis manos y Mis pies. Soy Yo en persona. Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos como ven que tengo Yo”. (Lc 24, 38-39).
Y como por lo visto ni con eso lograba convencerlos, buscó probarles de modo irrefutable que no era ni un espectro ni producto de su imaginación: les pidió algo de comer y comió frente a ellos.
Consiguió demostrarles que estaba vivo, pero no bastaba; no se trataba de que pensaran que había vuelto a esta vida como tantos a los que Él mismo revivió. Lo Suyo era distinto.
Entonces hizo lo que hacía falta para que pudieran captarlo: les abrió el entendimiento para que comprendieran cómo en las Sagradas Escrituras se anunciaba que padecería y moriría, pero también que resucitaría, cosa que antes no habían entendido, pero que ahora comprendían, contemplaban, palpaban.
Conocer esta historia no puede menos que conmocionarnos, porque nos revela emociones y sentimientos con los que nos identificamos.
También nosotros sentimos miedo, angustia, depresión, por ejemplo ante una enfermedad grave, ante el abandono de alguien que amamos, ante la muerte de un ser querido, ante una crisis que pone nuestro mundo de cabeza y provoca que ya no le hallemos sentido a la existencia.
Y, al igual que a los discípulos, también a nosotros la Resurrección de Jesús nos estremece, porque nos hace pasar de la desesperación a la esperanza, de la oscuridad a la luz.
No es solamente una historia de algo que le sucedió a otros hace dos mil años, es algo que nos está sucediendo personalmente a nosotros, a ti y a mí, en nuestra situación concreta, particular, hoy y aquí.
Saber que Jesús vive, que el atroz sufrimiento que padeció no fue inútil, sino tuvo una razón, ilumina lo que nos toca sufrir a nosotros.
Saber que Su dolor no sólo fue un camino hacia la muerte sino sobre todo hacia la vida, ¡lo cambia todo!
Le da sentido a cuanto nos toca padecer, nos permite descubrir que nada tiene ya el poder de sumirnos en la tiniebla y devastarnos, porque el Resucitado se ha introducido en nuestra oscuridad y la ha vencido con Su luminosa presencia.
Y por eso si unimos nuestros sufrimientos a los Suyos, éstos adquieren sentido redentor; podemos asumirlos y ofrecerlos por amor.
Los discípulos no sólo lo comprendieron sino lo vivieron; por eso leemos, al final del Evangelio dominical, que Jesús les dijo: “Ustedes son testigos de esto” (Lc 24, 48).
Y ¡qué gran testimonio dieron! Toda la semana hemos leído en Misa cómo los jefes de su pueblo los amenazaron, encarcelaron y persiguieron, pero no lograron doblegarlos.
Claro. Los apóstoles sabían, como sabemos hoy nosotros y por eso también estamos llamados a ser testigos, que, como dijo el Papa Benedicto, “el mal no puede tanto”.
Sabían que por negras que se vieran las cosas, no había nada que temer porque estaba a su lado, como está hoy, en medio de nosotros, Jesús Resucitado.
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