y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Trabajar sin cobrar

Alejandra María Sosa Elízaga**

Trabajar sin cobrar

Imagínate que vas en busca de chamba a un centro que ofrece "bolsa de trabajo", y te dan una solicitud en la que te preguntan cuál de estas tres opciones prefieres: "trabajar y cobrar", "cobrar sin trabajar" o "trabajar sin cobrar", ¿cuál elegirías?

Hice esta pregunta a unos jóvenes.

Varios de ellos, sin pensarlo dos veces contestaron muertos de risa: "¡cobrar sin trabajar!", pero luego reconsideraron y admitieron que a la larga se sentirían mal de recibir un sueldo sin haber hecho nada para merecerlo; la mayoría eligió la opción "trabajar y cobrar", pero hubo una muchacha que respondió: "pues yo averiguaría qué clase de trabajo es ése en el que no cobras, porque puede ser algo tan padre que la paga es lo de menos; en muchos lugares al principio no te pagan, en lo que aprendes y ves si te quedas, pero ya luego igual consigues el puesto y te pagan".

Su respuesta nos pareció muy sensata, y dio pie a un intercambio de ideas al final del cual concluimos que cuando se trata de trabajar en algo que te encanta, porque te permite aprender mucho, o desarrollar al máximo tus dones y capacidades o sentirte útil, o hacer un gran bien, el salario no es lo más importante.

San Pablo hubiera estado de acuerdo.

En su Carta a los Corintios escribe que todos tienen derecho a vivir de lo que hacen, y pone varios ejemplos (ver 1Cor 9, 13-14), pero enseguida declara que él no ha hecho uso de ese derecho, en otras palabras, que no cobra nada.

¿Por qué?

Porque recibe otra recompensa.

¿Cuál?

Nos lo dice en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa: “¿En qué consiste mi recompensa? Consiste en predicar el Evangelio gratis, renunciando al derecho que tengo a vivir de la predicación” (1Cor 9, 18). 

Al leer esto tal vez muchos se pregunten, "¿cómo puede decir que su recompensa es que no le paguen?, ¿que clase de recompensa es ésa?"

A quienes están demasiado acostumbrados a juzgarlo todo en términos monetarios, les suena muy raro que alguien hable de una recompensa que no implique dinero o algún bien material; olvidan que existe otro tipo de recompensas, que no se miden en metálico porque se reciben en lo más hondo del alma.

Me refiero, por ejemplo, a la satisfacción de poder hacer algo positivo por otros; a la alegría de compartir lo que se tiene con quien lo necesita; a la paz de tener una conciencia limpia...

Y en el caso de san Pablo, se trata de la recompensa que le dará Dios por predicar el Evangelio.

Y ¿en qué consiste esa recompensa?

Podría decirse que consta de dos partes: La primera es inmediata, porque como la voluntad divina es siempre buena, sabia, bienhechora, quien vive cumpliéndola es colmado de una dicha como no hay otra; vemos en las cartas de Pablo, que a pesar de todas las dificultades que enfrentaba, vivía sereno y gozoso.

Y la segunda parte llega al entregarle cuentas a Dios, al enfrentar ese momento en que Él prometió pagar a cada uno según su conducta (ver Mt 16,27).

Pablo estaba seguro de recibir la mejor recompensa, la de pasar la eternidad con el Señor, disfrutando para siempre de Su amor.

Pero quizá alguien diga, "bueno, es muy fácil no cobrar si se tiene dinero, puede ser que Pablo haya sido rico, pero yo tengo que cobrar por mi trabajo", a lo cual cabría responder que Pablo no era rico, y si no cobraba por predicar era para que no hubiera alguien que por falta de dinero se quedara sin oír su predicación y sin escuchar la Buena Noticia de Jesucristo, pero sí trabajaba.

Sabemos que era tejedor de tiendas y que ejercía su oficio para no serle gravoso a nadie (ver Hch 18,3; 1Tes 2,9).

El asunto aquí es que él consideraba que lo más importante en su vida no era el dinero, sino predicar, dar a conocer el Evangelio.

Una "chamba" por la que obtenía y obtendría una recompensa celestial.

Retomando la cuestión planteada al inicio, se confirma que lo que se hace gratis puede resultar infinitamente (en el amplio sentido de la palabra) satisfactorio.

Y nosotros tenemos el privilegio de poder experimentarlo.

¿Cómo?

Dedicándonos, como san Pablo, a predicar el Evangelio.

Y antes de que alguien salte y diga: "¡Pero yo no tengo facilidad de palabra!, "¡pero no tengo tiempo!", "¡pero ya me dedico a otras cosas!", déjenme aclarar que esta propuesta no necesariamente implica ir físicamente a predicar con palabras (aunque desde luego todos tenemos la tarea de compartir con otros la Palabra de Dios y animarlos a descubrir cómo les habla a través de ella), sino sobre todo, con hechos.

Leía el otro día en un relato autobiográfico de Walker Percy, un premiado novelista norteamericano, que cuando él estaba en la universidad era ateo, y le llamaba la atención que uno de sus cuatro compañeros de cuarto, se levantaba todos los días de madrugada para ir a Misa.

Doce años más tarde, contribuyó a su conversión recordar aquel ejemplo sencillo, callado, de alguien que demostraba con hechos lo importante que era Dios en su vida.

Este domingo quedamos invitados a volvernos empleados de Dios, dedicados a predicar la Buena Nueva mediante nuestro testimonio a quienes nos rodean, "trabajar sin cobrar", para obtener una recompensa que ningún dinero podría comprar.

* Publicado en la página web de ‘"Desde la Fe", Semanario de la Arquidiócesis de México (www.desdelafe.mx) y en la del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx).
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