Su voz
Alejandra María Sosa Elízaga**
Nadie lo hubiera imaginado al verlas tan bellas, tan perfectas, tan seguras de sí mismas.
Eran las últimas finalistas de entre miles, de un concurso para elegir a la mejor modelo profesional. Les habían dejado de tarea hacer en un pizarrón un dibujo que representara su voz interior y lo que ésta les decía todo el tiempo. Uno hubiera creído que en ellas dicha voz sería como la del espejito de la madrastra de Blancanieves y se la pasaría diciéndoles ‘tú eres la más bella’, pero resultó ¡todo lo contrario! Sorprendentemente todas dibujaron su voz interior como un monstruo de mirada enojada y boca descomunal de la que salían, en un globito, como en las caricaturas, ¡un montón de despiadadas críticas! Resulta que todas estas jóvenes, sin excepción, albergaban en sus adentros un juez peor que el de la ‘Tremenda Corte’, que se la pasaba juzgándolas duramente, diciéndoles cosas como: ‘qué gorda estás’, ‘qué fea es tu nariz’,¡ ‘qué panzota!’, ‘nunca la vas a hacer’, ‘estás espantosa’, ‘eres la peor de todas’ y así por el estilo. Parece increíble que ellas, que, según los estándares modernos, son unas bellezas despampanantes, se sientan ¡tan feas! Por lo visto el eco de tanta palabra negativa tiene un efecto devastador y duradero. Pero no pensemos que es algo que sólo les sucede a ellas. Muchas personas viven gravemente afectadas por frases que les fueron dichas a lo largo de su vida y que han quedado retumbándoles en la cabeza y lastimándoles el corazón; voces del pasado, de los papás, maestros, hermanos, compañeros de la escuela o del trabajo, críticas destructivas que han hecho y siguen haciendo mucho daño: ‘no sirves’, ‘nunca harás nada bueno’, ‘por más que te esfuerces, no será suficiente’. ¿Qué hacer al respecto?, ¿cómo silenciar todas esas voces? Sólo hay una solución: Abrir los oídos. Pero no nada más para que todo ese nefasto palabrerío salga fuera como una molesta mosca a la que se le abre una ventana, sino, sobre todo, para dejar que entre y se quede adentro, lo único que puede contrarrestar esa dañosa cháchara, lo único que puede acallarla: la voz de Dios.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Dt 18, 15-20) nos enteramos de algo comprensible pero triste: que en un momento dado el pueblo israelita le dijo a Moisés: “No queremos volver a oír la voz del Señor nuestro Dios...pues no queremos morir” (Dt 18,16). Es que para ellos la voz de Dios era como el trueno, como un terremoto, les daba pavor, y por eso Él, comprensivo, tuvo que enviarles profetas que hablaran en Su nombre. Ah, pero a nosotros hoy la voz de Dios no nos provoca miedo, todo lo contrario, porque gracias a Jesús sabemos que la voz de Dios es la voz del Padre, que nos ama, la voz del Hijo, que dio Su vida por nosotros, la voz del Espíritu Santo, que nos comunica Su amor.
Se comprende entonces que en el Salmo responsorial de la Misa dominical pidamos: “Señor, que no seamos sordos a Tu voz”. Generalmente entendemos esta petición en un sentido de obediencia, de no ‘hacernos los sordos’, sino escuchar lo que Dios quiera decirnos y cumplir Su voluntad, y desde luego es así. Pero cabe también interpretarla como una súplica a Dios para que nos ayude a escuchar Su voz por encima de las otras voces que resuenan en los oídos de nuestra mente; Su voz, que es siempre misericordiosa, bondadosa, sabia; que si nos indica nuestros errores no es para deprimirnos sino para corregirnos; que si nos muestra lo que hacemos mal es porque sabe que podemos hacerlo bien; Su voz, que tiene siempre un mensaje positivo capaz de contrarrestar los mensajes negativos que nos han lastimado. Si otras voces nos dicen: ‘no vales nada’, Su voz asegura: “Eres valioso a Mis ojos” (Is 43,4); si otras voces insinúan: ‘nadie te quiere’, Su voz te declara: “Con amor eterno te he amado”(Jer 31,3); si otras voces afirman: ‘todos te han olvidado’, Su voz te revela: “Yo no te olvido. Míralo, tengo tu nombre tatuado en las palmas de Mis manos” (Is 49, 15-16).