Encuentros con la misericordia
Alejandra María Sosa Elízaga*

Así como a veces aparece antes de cierta escena en una película o más recientemente, por desgracia, en los noticieros, una advertencia que dice: 'Precaución, las siguientes escenas pueden resultar perturbadoras para cierto público', así antes de los textos bíblicos que se proclaman este domingo en Misa podría venir una advertencia, pero ésta sería al contrario, diría: 'Precaución las siguientes Lecturas pueden resultar perturbadoras para todos porque pueden derretir su corazón y transformar su vida para siempre'.
¿Por qué? Porque de principio a fin hablan de la incondicional, infinita, generosa y gratuita misericordia de Dios, es decir, de esa característica divina que no consiste, como algunos equivocadamente podrían creer, en que nos ve hacia abajo y siente lástima o nos 'pobretea', sino en que se conmueve profunamente ante nuestras miserias, nos ama a pesar de todo y nos ayuda a salir de ellas.
En la Primera Lectura (ver Ex 32, 7-11.13-14) vemos cómo aun cuando el pueblo hace algo imperdonable (fabricarse un becerro de oro y adorarlo abandonado al verdadero Dios que los había sacado de la esclavitud y salvado de las manos de sus enemigos), Él es misericordioso y los perdona.
En la Segunda Lectura (ver Tim 1,12-17) escuchamos el estremecedor testimonio de San Pablo, quien con el corazón en la mano reconoce con desgarradora honestidad y pena, pero también con inefable gozo y gratitud, que a pesar de haber sido de lo peor y haber hecho cosas de las cuales se avergüenza, Dios ha sido misericordiosísimo con él y lo ha perdonado hasta considerarlo digno de Su confianza.
Y ¡qué decir del Evangelio! No me canso de recomendar a todos que se graben estas dos palabras: 'Lucas quince'. Es que el capítulo 15 del Evangelio según San Lucas está todo dedicado a mostrar la misericordia divina, con parábolas de Jesús que no aparecen en ningún otro Evangelio. Ahí el Señor nos habla una y otra vez de que para Él el perdón y recobrar a un pecador arrepentido es motivo de gran fiesta.
No cabe duda de que la misericordia divina es razón para festejar. ¿Cuándo se nos hubiera ocurrido, ni en nuestros sueños más locos, que Aquel que nos creó nos ame de ese modo? Jamás lo hubiéramos imaginado. Una prueba de ello es la religiosidad que imperaba en nuestra tierra antes de la llegada de los españoles: nuestros ancestros se habían creado deidades terribles, que para permitir que continuara el mundo y mantener la vida exigían sacrificios humanos, corazones palpitantes. ¡Qué lejos estaban de siquiera considerar la idea de que las cosas fueran enteramente al revés y que el único y verdadero Dios estuviera dispuesto a sacrificarse por los hombres, y que Su motivación no fuera otra que la más pura y desbordada misericordia!
Es algo que llena el alma de agradecido júbilo. Por ello no es de sorprender el modo como termina cada una de las tres parábolas del Evangelio dominical, dejando bien claro que la misericordia de Dios es alegría, una celebración a la que todos estamos invitados.
Qué triste que no todos sepamos o queramos participar de ella. ¿A qué me refiero? A un caso que se plantea al final de la última parábola, la del 'hijo pródigo', y que vale la pena comentar porque quizá sea un caso en el que se encuentran muchas personas.
Se trata de lo que sucede con el hermano mayor de aquel que se fue de casa con la herencia paterna y la dilapidó. Cuando ese hermano mayor regresa de trabajar y ve que su padre ha hecho una fiesta porque volvió el que se había ausentado, se pone furioso y se rehúsa a participar. Y cuando su padre sale (¡por segunda vez sale este padre amoroso al encuentro de un hijo!) y lo invita a compartir el regocijo, el muchacho le reprocha amargamente: “Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres y tú mandas matar el becerro gordo.”
Si se lee el Evangelio con el criterio del mundo, cabría quizá la posibilidad de darle cierta razón a este aparente 'dechado de virtudes' al que se le ha hecho un supuesta injusticia, ¡ah!, pero si se ve desde la óptica de Dios, cabe hacer notar lo equivocado de este muchacho en cuando menos tres aspectos:
1. Se sintió obrero de un patrón, preocupado por 'obedecer órdenes'; olvidó que no era empleado, sino hijo amado de su padre, y que no trabajaba para beneficio ajeno sino ¡para su propio bien y por su propia herencia!
2. Parece creer que el menor se la pasó de maravilla. Casi se percibe un toque de envidia cuando menciona en qué gastó aquél su dinero. No ha captado que irse lejos y apartarse del padre no le había traído verdadera felicidad al despilfarrador, todo lo contrario, lo había dejado hambriento, despojado de su dignidad, esclavo de sí mismo.
3. Aparentemente considera que a él no le ha hecho ni le hace falta la misericordia paterna; se siente bueno, justo, cumplidor. Su soberbia le impide darse cuenta de que también él está necesitado de perdón, por ese endurecido corazón que lo hace capaz de llamar “ese hijo tuyo” al que debió seguir llamando 'hermano mío'.
Jesús no nos cuenta cómo termina el Evangelio. Nos deja simplemente planteada una escena en la que podemos imaginar a los dos personajes: Al padre lleno de ternura tratando de convencer al hijo de pasar al banquete, y a éste, quizá de brazos cruzados y expresión resentida, parapetado en su orgullo, sin animarse a ceder.
¿Cómo crees que acabó el asunto? ¿Triunfó la lógica del mundo según la cual la misericordia del Padre no sólo es injusta, sino absurda?, ¿o triunfó el abrazo misericordioso del Padre, su invitación a celebrar la alegría de saberse amado y de amar?
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Gracia oportuna”, Col. ‘Fe y vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 133, disponible en Amazon)