¡Fuera lastre!
Alejandra María Sosa Elízaga*

Cuentan que un día Dios le preguntó a un hombre: 'Si tuvieras dos casas, y te pidiera que me entregaras una, ¿me la darías?' El hombre respondió sin dudar: '¡claro que sí, Señor!'. Prosiguió Dios: 'Y si tuvieras dos automóviles, ¿me darías uno?', de nuevo el hombre respondió enseguida que sí lo haría. Entonces Dios preguntó: 'y si tuvieras dos pares de zapatos, ¿me darías uno?' El hombre contestó de inmediato: 'ahí sí que no, Señor'. Cuestionó Dios por qué. Le contestó el hombre: 'porque sólo tengo dos pares de zapatos'.
Esta anécdota ilustra muy claramente una característica que solemos tener los seres humanos: nos gusta fantasear que somos generosos, pero a la hora de hacer realidad esas fantasías, a la hora de tener que dar 'de a deveras', a la hora de tener que desprendernos realmente de lo que poseemos, ponemos pretextos, nos resistimos, buscamos el modo de salirnos por la tangente.
Recuerdo haber leído acerca de un acaudalado hombre de negocios cuyo padre le heredó una gran fortuna que debía compartir con ciertos parientes pobres. Luego de la lectura del testamento, el hombre salió lleno de buenos propósitos y con la intención de darles la mitad de todo. Sin embargo conforme iba caminando, iba considerando que realmente esos parientes eran tan pobres que darles la mitad era un exceso. Pensó que lo adecuado sería compartirles la cuarta parte. Quedó satisfecho con su resolución, pero un poco más adelante se dijo a sí mismo que si sus parientes ya estaban acostumbrados a ser pobres, qué necesidad tenía de darles tanto, con un diez por ciento sería suficiente. Sobra decir que conforme se aproximaba a donde iba, fue repensando las cosas hasta que ese diez por ciento se volvió un cinco, luego un uno y por último el hombre concluyó que no había necesidad de darles nada de nada a esos parientes, al fin que siempre habían sido pobres y así podían seguir.
Dice un dicho mexicano que prometer no empobrece, que el dar es lo que aniquila.
¡Cómo se nos pegan las cosas!, ¡qué fácil es atarse a los bienes, y no sólo a los materiales, sino a todo aquello que nos da satisfacción, que nos hace sentir bien o seguros!
Lo malo es que todos los bienes que tenemos en este mundo son fugaces, efímeros, pasajeros, y si permitimos que nos llenen el corazón cometemos un gran error, no sólo porque tarde o temprano los perderemos y nos quedaremos con las manos vacías y una gran decepción, sino porque son un lastre que nos impide ir ligeros por la vida en busca del único, verdadero y eterno Bien.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 14, 25-33) Jesús nos plantea que tenemos que estar dispuestos a renunciar a todos los bienes, que debemos preferirlo a Él por encima de todo. ¿Qué significa esto?, ¿que dejes tu vida, familia, profesión, que ingreses a un convento, o qué? Bueno, si tienes vocación para la vida sacerdotal o religiosa, desde luego que sí, pero si no, cabe entenderlo como algo muy simple y difícil a la vez: que sin salirte del mundo, que ahí donde estás, en tu situación de todos los días debes ponerlo a Él en el centro, permitirle ocupar el lugar que le corresponde, el de tu Dios y Señor, y no dejar que nada ni nadie se te vuelva más importante que Él.
Ojo, date cuenta de que no te está pidiendo que abandones, desprecies o peor, odies a los tuyos o lo que te rodea para poder seguirlo, te está pidiendo solamente que tengas clara tu jerarquía de valores y comprendas que lo primero en tu vida es amarlo a Él, servirlo a Él, cumplir Su voluntad. ¿Por qué? No porque sea un ególatra que desee ser amado, servido u obedecido por encima de todo, sino porque cuando lo amas, sirves y obedeces a Él primero, desalojas de tu corazón todo lastre que te impide seguirlo, te llenas de Su amor y te vuelves capaz de amar a todos y todo lo demás con un amor que viene de Él, un amor generoso, incondicional, comprensivo, misericordioso, que no es egoísta ni 'convenenciero' ni posesivo, un amor como el que describe San Pablo en su Carta a los Corintios (ver 1Cor 13), un amor que te convierte en verdadero discípulo y que te capacita no sólo para ser eficaz colaborador de Su Reino, testigo creíble capaz de ir a anunciar la Buena Nueva, sino que te capacita también para poder cargar la cruz de cada día y seguirlo, es decir, estar dispuesto a asumir plenamente las consecuencias de atreverte a amar como Él, comportarte como Él, oír y obedecer Su voz en un mundo que te invita a lo contrario.
Da a entender el Señor que así como antes de construir una casa hay que calcular si cuentas con qué terminarla, o antes de ir a una batalla hay que calcular si hay posibilidades de ganarla, o si no, es mejor no construir la casa ni entrarle a la batalla, así también en la vida espiritual, antes de considerarte discípulo Suyo has de calcular si tienes lo que se necesita para seguirlo, un cálculo con dos implicaciones: la primera es advertir que no se te pide que tengas 'más', sino 'menos'; se te invita a un desapego radical, no imaginario, sino demostrable en hechos; se te pide que aprendas a situar tus bienes en su justa perspectiva y a liberarte de todo lo que pueda pesarte, atorarte o impedirte el seguimiento; la segunda es que si este cálculo anticipado te hace comprender que no cumples los requisitos del seguimiento, no te desanimes, sino comprendas que por tus propias fuerzas no puedes lograrlo, y pidas al Señor que te ayude con Su gracia a echar fuera todo lastre que te impida seguirlo.
No es coincidencia que este Evangelio se proclame en el domingo en que son canonizados dos jóvenes santos que nos dan ejemplo de desprendimiento: San Pier Giorgio Frassati era capaz de desprenderse de su saco y de sus zapatos, aunque estuviera helando, para dárselos a algún necesitado, y san Carlo Acutis regalaba lo que tenía a quien fuera que lo requiriera. Pidámosles su intercesión, para que sea el amor a Dios y no a los bienes materiales, lo que siempre llene nuestro corazón.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Gracia oportuna”, Col. ‘Fe y vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 130, disponible en Amazon).