Retrato hablado
Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Cómo puedes reconocer que alguien es seguidor de Cristo? ¿Porque trae una cruz al cuello? No necesariamente; se ha vuelto moda entre algunos 'chavos' no creyentes ponerse cruces hasta en las orejas. ¿Porque tiene un Rosario colgado del espejo retrovisor de su coche? Quizá ni lo reza ni es suyo. ¿Porque va a Misa? Tal vez asiste de 'cuerpo presente' sin entenderla ni aprovecharla. ¿Porque tiene Biblia en casa? Quién sabe si la abra siquiera. ¿Porque usa expresiones que mencionan a Dios? Quizá las considera sólo una manera de hablar. Podrían seguirse enumerando posibles señales que pudieran revelar que una persona tiene verdadera fe en Cristo, mas por lo visto todas tienen 'peros'. Entonces, ¿no hay modo de saberlo? Sí lo hay, y el propio Jesús nos aclara cómo en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 13, 31-33a.34-35): Empieza diciendo: "Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado" (Jn 13, 34) y añade: "por este amor reconocerán todos que ustedes son Mis discípulos" (Jn 13, 35). ¿Por qué afirma Jesús que por el amor serán reconocidos? ¿Qué acaso el amor puede notarse? ¿afectar de alguna manera el aspecto físico? Desde luego que sí. Cuando el amor es auténtico, transforma la apariencia, dándole unas características particulares y reconocibles, y así como cuando para hallar a una persona se la puede describir a un dibujante especializado para que haga un 'retrato hablado' que permita encontrarla, aquí también podemos describir los rasgos de un verdadero cristiano para darnos una idea de cómo luce y poder dar con él (sobre todo, dentro de nosotros mismos...).
Para empezar, sus ojos. Sólo saben ver lo bueno de cada uno; no juzgan por apariencias; no se entrecierran con desdén; no desvían su vista con indiferencia o por hipocresía; miran de frente, se mantienen atentos a captar las necesidades de los demás y su mirada siempre es compasiva (no como el título de aquella canción: 'miradas que matan'). Saben llorar con los que lloran, sea de tristeza o de alegría, y nunca pierden su capacidad de abrirse grandes y asombrados ante las maravillas y bellezas de la Creación.
Sus oídos se cierran ante los chismes o lo malo que se dice de otros, pero se abren bien para poder captar quien necesita ayuda, aunque no diga nada.
Su nariz no anda buscando qué huele mal para ponerse a hurgar en lo vergonzoso o pecaminoso de los demás; no se mete en lo que no le compete y no 'aspira' a los bienes de este mundo sino suspira por los del cielo.
Su boca sabe sonreír y reír para comunicar la alegría de Dios; habla o guarda silencio para edificar no para destruir. Le gusta saborear la Palabra y compartirla para dar aliento y consejo. Tiene siempre hambre y sed del Señor y goza hablando con Él y de Él.
Su garganta es capaz de 'tragar' al difícil, al 'sangrón', al insoportable, y emitir, desde lo más hondo, lo mismo un canto que un lamento como oración para interceder por todos.
Tiene los brazos siempre abiertos para abrazar y acoger, y sus manos se mantienen extendidas para pedir a Dios cuanto necesita y compartir Su ayuda con los que la requieran. No saben convertirse en puños ni jalar gatillos; sólo acariciar, sostener, edificar, consolar, guiar, aplaudir...
Sus piernas están siempre dispuestas a recorrer la distancia que sea para ir al encuentro de los demás. Y suelen ponerse de rodillas para adorar a Dios, pedirle perdón y ponerse a Su disposición para ir, con prontitud y gozo, a donde las quiera mandar.
Estos son los principales rasgos de todo verdadero discípulo de Cristo, y si al vernos a nosotros mismos descubrimos que no los tenemos todos (o peor, que no nos parecemos en nada), no hay que desanimarnos. La buena noticia es que para adquirir esos rasgos no tenemos que hacer como esa gente que gasta todo lo que tiene en cirugías estéticas para parecerse a alguna estrella de cine y termina pareciéndose al monstruo de la película. No. Aquí lo único necesario es que abramos nuestro corazón a Dios, para que nos lo inunde, lo desborde y nos lance a amar a los demás con Su amor. Sólo entonces y sin darnos cuenta, comenzaremos a ser reconocibles como verdaderos discípulos del Señor.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72. México, p. 75, disponible en Amazon)