Tirar piedras
Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Has pensado, dicho o hecho algo que te avergüenza? ¿Un pensamiento de infidelidad hacia tu cónyuge?, ¿una mentira que afectó a alguien?, ¿un comentario venenoso sobre un ser querido?, ¿un asuntito de dinero medio chueco?, ¿una injusticia?, ¿una vengancita?, ¿desear la muerte de alguno?, ¿una actitud frívola e indiferente hacia un sufrimiento ajeno?
La lista podría seguir y seguir y seguramente tarde o temprano le atinaría a nombrar algo que reconocerías como pensamientos, palabras o acciones que alguna vez surgieron de ti. Y es que no hay ser humano (aparte de la Virgen María), que nunca haya caído en alguna falta. Nadie se escapa.
Afirma San Juan: "Si decimos: 'No tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros." (1Jn 1, 8).
Queda claro que nadie puede sentirse a salvo de pecar o haber pecado. Entonces, cabe preguntar, ¿no es sorprendente que haya quien se atreva a señalar, criticar, comentar, juzgar o condenar a otras personas porque pecaron? Si todos vamos en el mismo barco, ¿con qué autoridad se pone alguno a señalar con dedo flamígero a otra persona tan falible como él? Y sin embargo esto constituye una práctica muy común.
No es raro, por ejemplo, que en los medios de comunicación haya comentaristas que se ensañen con alguna figura pública por un error que cometió, siendo que ellos mismos quizá han cometido errores más graves; tampoco es raro que en una reunión se destroce la reputación de algún invitado que no pudo asistir, siendo que quizá los presentes tienen más 'cola que les pisen'.
¿Por qué sucede esto? Tal vez porque su conciencia sucia mueve a muchos a tratar de señalar el cochinero de otros para sentirse más limpios que ellos, pero el reconocer el propio pecado debería despertar no una actitud despiadada sino compasiva hacia quienes también han caído en él.
Al respecto es interesante lo que nos narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 8, 1-11): Unos escribas y fariseos le preguntaron a Jesús qué debían hacer con una mujer que habían sorprendido en adulterio. Querían ponerlo a prueba. Si decía que la soltaran, lo acusarían de contradecir la ley de Moisés que mandaba lapidar a los adúlteros (ver Lv 20,10). Si decía que la apedrearan, lo acusarían de ser un insensible que mandó matar a una mujer.
El asunto aquí es que en el fondo no les interesaba lo que le pasara a la mujer. La usaron de pretexto para atacar a Jesús. Y no les importaba porque la consideraban una pecadora y por lo tanto despreciable. Jesús no sólo no se dejó atrapar en la trampa que pretendían tenderle, sino que puso el dedo en el asunto que más importaba: la dignidad de una persona, por pecadora que ésta sea, y si alguien tiene o no derecho a juzgar a quien ha cometido pecado.
Dice el Evangelio que Jesús se agachó a escribir con el dedo en el suelo. ¿Qué sería lo que escribió? Los expertos bíblicos han propuesto toda clase de teorías. Alguno dice que quizá Jesús se puso a escribir los pecados de los allí presentes. ¿Te imaginas?, ¿que cada uno haya leído en la arena, frente a todos, eso que había realizado en lo oscurito y que hasta ese momento nadie sabía? ¡Qué susto que se supiera y qué penoso recordarlo! Otros dicen que quizá escribió alguna cita de las Escrituras que les advertía que no recibirían misericordia si no la otorgaban. No se sabe. El caso es que después de escribir se incorporó y les dijo algo que los dejó helados: "El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra" (Jn 8,7). En otras palabras, el que sea perfecto, el que nunca se haya equivocado, que se atreva a alzar la mano contra quien se equivocó; el que nunca haya caído que se atreva a apedrear a quien cayó. Sus palabras los obligaron a voltear la mirada acusadora con la que taladraban a esa mujer, y mirarse a sí mismos, examinar su propio interior, y lo que allí descubrieron no les dejó más remedio que tirar las piedras que traían en las manos y escabullirse.
En esta quinta semana de Cuaresma también nosotros estamos llamados a examinarnos y reconocer que somos pecadores, ¿más pecadores o menos pecadores que otros?, no es posible saberlo. Quizá alguien que ha cometido un pecado grande y público tenga más virtudes que otros cuyos pecados privados son aparentemente insignificantes. No tenemos un 'pecadómetro' para saber al final quién resulta más virtuoso o más pecador.
Lo que tenemos es la conciencia de nuestra propia miseria que debe movernos a mirar la miseria ajena con pudor, sin atrevernos a juzgarla o condenarla, poniendo ambas -la suya y la nuestra- en manos de Aquel que no vino a condenarnos sino a salvarnos con Su perdón y con Su amor.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La Mirada de Dios”, Col, ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 57, disponible en Amazon).