Para salvarnos
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Has notado que la gran mayoría de las historietas y películas para niños, y no pocas para adultos tienen como protagonista principal a un súper-héroe?
Como que hay una fascinación de chicos y grandes por esos seres con poderes especiales que les permiten volar, hacerse invisibles, resistir las balas, tener una fuerza descomunal y hasta hacer girar el planeta en sentido contrario para regresar el tiempo.
En un mundo en el que impera la injusticia, la violencia y el miedo, resultan muy atractivos estos personajes fantásticos dedicados a defender a los 'buenos' de los 'malos' y salir siempre victoriosos.
A mucha gente le gustaría poder contar con un súper-héroe invencible, listo para responderle al instante y rescatarla de toda dificultad.
Mientras comemos palomitas en un cine puede ser entretenido fantasear en que hubiera seres superdotados a nuestras órdenes, pero cuidado con fantasear respecto a Dios y pretender buscarlo sólo cuando queremos que use Su poder para librarnos de todo lo que nos disgusta. Luego de leer el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 8, 27-35) queda claro que pensar así es cometer un grave error.
Cuenta San Marcos que cuando Jesús preguntó a Sus discípulos quién decían que era Él, "Pedro le respondió: 'Tú eres el Mesías'..." (Mc 8, 29b), en otras palabras: Tú eres aquel a quien Dios prometió enviar para salvar a Su pueblo.
Suponemos la emoción de Pedro por ser discípulo del enviado del Todopoderoso, al que había visto curar enfermos incurables, calmar tempestades, devolver la vida a los muertos; cabe pensar que se sentía felicísimo de estar bajo Su amparo.
Dice el texto que Jesús "les ordenó que no se lo dijeran a nadie" (Mc 8, 30). Parece una petición extraña: sus ancestros llevaban siglos esperando al Mesías, y ahora que ellos sabían que había llegado les pedía callar, ¿por qué? Porque había una gran diferencia entre lo que esperaban de Él y lo que venía a ofrecerles. Esperaban, por lo pronto, un salvador político que los rescatara del yugo romano y los liberara de todos sus enemigos. Él en cambio venía a traer no una salvación temporal, sino la salvación definitiva, la salvación del pecado y de la muerte, y para ello tenía que asumir, hasta sus últimas consecuencias, el pecado del hombre y su muerte.
Dice San Marcos que Jesús "se puso a explicarles que era necesario que padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día", y que "todo esto lo dijo con entera claridad"(ver Mc 8, 31-32).
Debe haberlos desconcertado completamente escuchar que Él, siendo enviado de Dios, debía ser rechazado por aquellos dedicados a Dios; que Él que había venido a traer la alegría de la Buena Nueva debía padecer; que Él, que había devuelto la vida a los muertos, tenía que morir. No lo entendieron. Esperaban que el enviado de Dios acabara con sus adversarios, no que dejara que éstos acabaran con él.
Dice el Evangelio que entonces Pedro se llevó aparte a Jesús y "trataba de disuadirlo"(Mc 8, 32b), es decir, buscaba convencerle de no tener que pasar por todo eso, pero Jesús no se lo permitió. Mirando a Sus discípulos (como para que supieran que no sólo lo diría por Pedro sino por todos) le lanzó palabras durísimas: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres" (Mc 8, 33).
¿Por qué lo llamó así? Desde luego no porque Pedro fuera el diablo (si lo hubiera sido Jesús no lo hubiera constituido roca sobre la que fundaría la Iglesia, ver Mt 16, 17-19), sino porque en ese momento estaba actuando como demonio al tentar a Jesús con la posibilidad de no cumplir el plan de salvación al que había sido enviado, un plan que implicaba sufrir para redimir nuestro sufrimiento y morir para librarnos de las ataduras del pecado y de la muerte.
Pobre Pedro, pasó del tino al desatino en un instante. Había hablado inspirado por el Espíritu Santo al reconocer a Jesús como Mesías, pero luego habló inspirado por su propio interés y quizá también por su miedo. Cabe pensar que el anuncio de la Pasión y Muerte de Jesús le dio pavor, no sólo por saber lo que le pasaría a su amado Maestro, sino por pensar que podría pasarle a él, y su miedo le impidió captar que Jesús también anunció que resucitaría.
Lo bueno es que nosotros sí lo captamos. Y no sólo como anuncio sino como realidad. Y eso lo cambia todo. Saber que el Señor resucitó nos libra del temor y nos permite aceptar lo que nos toque vivir, por difícil que sea, sabiendo que toda vivencia puede convertirse en camino de salvación si la encomendamos a Aquel que por nosotros murió y resucitó, Aquel que nos invita a tomar nuestra cruz y seguirlo, Aquel que nos anima a perder la vida por Él, a perderla, sí, pero para salvarla.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Como Él nos ama”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, p. 130, disponible en Amazon).