Lo que no se ve
Alejandra María Sosa Elízaga*
A veces en una familia se da una racha de fiestas que vienen una tras otra; que un cumpleaños, que un aniversario, que un día del santo, y entonces un día sí y al otro también, se reúnen parientes y amigos a festejar a alguno de ellos. Es bonito celebrar, pero pasarse la vida de fiesta en fiesta sería agotador, por eso tarde o temprano hay que retomar la rutina diaria.
Y, contra lo que podría pensarse, eso no significa aburrirse. La normalidad de la vida cotidiana nos reta a prestar mucha atención, para saber captar, cada día, razones para la alegría que tal vez no resulten tan evidentes como cuando hay fiesta, pero que sin duda están ahí y no son poca cosa.
Sucede en nuestra pequeña familia, y sucede también en la gran familia de Dios.
Como Iglesia, pasamos una racha muy festiva, luego de cuarenta días de celebrar la Solemnidad de Pascua, celebramos la Solemnidad de la Ascensión, al siguiente domingo, la Solemnidad de Pentecostés, al siguiente la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Hemos ido ¡de fiesta en fiesta!, y por fin apenas hace ocho días retomamos el llamado ‘Tiempo Ordinario’, que nos permite no sólo retomar el ritmo normal de la vida cotidiana, sino nos invita a descubrir allí a Dios.
Dice san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 2Cor 4, 13-5,1): “Nosotros no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno” (2Cor 4, 18).
¡Una estupenda propuesta para vivir el Tiempo Ordinario! ¿Qué significa poner la mira en lo que no se ve?
Implica, de entrada, no conformarnos con lo poco que captan nuestros ojos físicos, sino ampliar nuestro horizonte al infinito, contemplándolo todo con los ojos del alma, que, más allá de lo material, perciben lo espiritual.
Vivir así permite contemplar, por encima de una realidad limitada y chata, que podría llenarnos de desánimo, una realidad ilimitada, eterna, que renueva nuestra esperanza.
Y cabe aclarar que vivir con la mirada en lo eterno, no implica andar flotando por las nubes ni desentenderse de este mundo, sino vivir lo cotidiano en perspectiva de eternidad, reordenar las prioridades, poner las cosas en su justa dimensión, ser conscientes de que nuestra realidad es más de lo que se ve, que no estamos limitados ni destinados a este mundo; implica mantener a lo largo de cada jornada, lo que san Francisco de Sales llamaba ‘la conciencia de la presencia de Dios’, es decir, ser conscientes de que no vamos solos por la vida, sino que nos acompaña en todo momento Aquel que dijo que estaría con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (ver Mt 28, 20).
Se comprende así la necesidad de ir al menos cada ocho días a Misa, porque allí, como en ninguna otra parte, renovamos nuestra capacidad de ver más allá de lo que se ve, y nos hacemos cada vez más sensibles a la intervención amorosa de Dios en nuestra vida, al modo discreto pero innegable como se comunica con nosotros y nos da Su perdón, Su Palabra, Su Presencia Real en la Eucaristía, Su abrazo en la comunidad con la que compartimos nuestra fe, nuestras penas y alegrías.
Ver lo que no se ve, no es otra cosa que considerar cada momento de nuestro diario existir como una oportunidad para descubrir cómo el Señor nos manifiesta Su cercanía, Su voluntad, Su amor.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Estar con Dios”, Col. ‘La Palabra del Domingo’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 87)