Con o sin lupa
Alejandra María Sosa Elízaga*
Como un hombre con capa y gorra, ambas de tela de cuadritos, con una gran lupa en la mano para examinarlo todo.
Así aparecía dibujado en las historietas un famoso personaje creado a finales del siglo XIX, Sherlock Holmes, investigador inglés que acompañado de Watson, su fiel amigo, analizaba escenas de crimen y hallaba siempre al culpable, gracias a su agudísimo poder de observación.
Era muy popular entre los niños de aquel tiempo, y así como ahora se venden capas de superman o de batman, entonces se vendía el conjunto de capa, gorra y lupa, para que los chamaquitos jugaran a ser Sherlock Holmes.
Recordaba esto y consideraba que podía ser una buena diversión infantil imitar a este detective, pero en la vida espiritual es un desastre. ¿A qué me refiero? A que hay personas que tienen lo que podría llamarse ‘complejo de Sherlock Holmes’, y van por la vida con una especie de lupa invisible, a través de la cual miran a los demás para examinarlos y detectar hasta la más pequeña imperfección y, lo peor de todo, para ver agrandadísima cualquier actitud que encuentran desagradable u ofensiva. Y añaden a todo esto una memoria prodigiosa que va registrando hasta el último detalle para no olvidarlo jamás.
Se sienten muy listas porque ¡no se les va una!, pero no se dan cuenta de dos cosas, a cual más de graves: la primera, que ese afán de captar tan minuciosamente lo malo que los otros supuestamente hacen y les hacen, las daña sobre todo a ellas mismas, llenándolas de un rencor que las amarga, y la segunda, que cuando menos esperen les llegará la hora de presentarse ante Dios a entregarle cuentas, y como llegarán aferradas a su lupa, como el lente de ésta sirve por ambas caras, Dios las verá a ellas desde el otro lado de la lupa, y notará todos sus defectos y pecados agrandados. Y entonces a Él, que de por sí no se le escapa nada pero que misericordiosamente suele hacerse de la ‘vista gorda’ para disculparnos compasivamente, no le dejarán más remedio que ‘examinarlas, con lupa’.
Y si una persona piensa: ‘pues a mí no me da miedo que me examine así, no tengo pecados’, habría que recordarle que pecar no es sólo cometer algo ‘gordo’ como matar, robar o fornicar, sino todo aquello que atente contra el único mandamiento que nos dejó Jesús: que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado (ver Jn 15,12).
Y basta que la gente analice lo que pensó, dijo, hizo o dejó de hacer un solo día, para darse cuenta de que no todo (quizá casi nada) fue motivado por amor, sino por falta de caridad, de humildad, de paciencia, tal vez incluso por pereza, rencor, afán de venganza y demás motivaciones contrarias a la voluntad divina. Entonces se dará cuenta de que ha cometido más faltas que las que creía cometer, y que en realidad no resistiría que Dios la examinara con lente de aumento, como ella examina a los demás.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Eclo 27,33-28,9) dice: “El que no tiene compasión de un semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados?” En otras palabras, si no le pasas ni la más mínima falta a los demás y más bien las buscas y las haces más grandes de lo que son, te arriesgas a que Dios haga lo mismo con las tuyas.
El Evangelio dominical (ver Mt 18, 21-35) plantea el asunto muy claramente: quien no ofrezca compasión, no recibirá compasión.
Conviene, pues, dejar que resuene en el corazón la última frase que nos dice este domingo el autor del Eclesiástico: “pasa por alto las ofensas”, como quien dice, no sólo no las contemples como con lente de aumento, ni siquiera las mires. De esa manera no sólo vivirás en paz, sino asegurarás lo más importante: que cuando mueras y llegues ante Dios y Él examine toda tu historia, tendrá contigo lo que tú tuviste con los demás: misericordia.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La fiesta de Dios”, Col. ‘Lámpara para tus pasos’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 125, disponible en Amazon).