Misioneros
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Traes colgando del cuello una medallita o un crucifijo? ¿Has salido a alguna parte llevando en la mano, a la vista de todos, tu misal o tu Biblia? ¿Tienes una imagen de la Guadalupana o del Sagrado Corazón de Jesús o del Señor de la Divina Misericordia en algún lugar visible en donde vives o trabajas? Lo más probable es que hayas contestado 'sí' a alguna de estas interrogantes. Cabe entonces preguntarte si tu respuesta sería igualmente afirmativa si fuera considerado un delito grave usar, tener o mostrar cualquier cosa que exprese tu fe católica.
Si te detuviera un policía de tránsito y te dijera que tu falta no es ir a exceso de velocidad o pasarte un alto, sino traer un Rosario colgado del espejo retrovisor, y no sólo te impusiera una considerable multa, sino te llevara a la cárcel de donde quién sabe cuándo -o si acaso- pudieras salir; si te enteraras de que unos hombres entraron violentamente a llevarse a los sacerdotes de tu parroquia, incluso a los obispos, y no se ha vuelto a saber de ellos; si no pudieras tener acceso a los Sacramentos; si no hubiera ya quien celebrara Misa, confesara o diera la Unción de Enfermos; si estuviera prohibido que te reunieras con otras personas a rezar, asistir a un curso de Biblia, a un retiro, y desafiar estas prohibiciones implicara un riesgo mortal, ¿cómo reaccionarías?
La posibilidad quizá te parezca muy lejana, pero hoy en día cada vez son más los países donde no hay libertad religiosa y cualquier muestra de que se profesa un credo distinto al 'oficial' se paga muy caro. Los ejemplos mencionados no son imaginarios, han sucedido y siguen sucediendo. Basta leer el informe anual que prepara la institución pontificia ‘Ayuda a la Iglesia Necesitada’ acerca de las atrocidades que sufren los cristianos en todo el mundo. Somos la minoría más perseguida.
Conmueve la valentía de los católicos nacidos en semejantes países pues se mantienen firmes en su fe a pesar de las dificultades que enfrentan, pero impacta todavía más la heroicidad de quienes no nacieron allí, y renunciando a la vida tranquila que llevaban en su propia patria, decidieron cumplir el mandato de Jesús de ir a anunciar la Buena Nueva hasta los últimos confines de la tierra, y eligieron convertirse en misioneros asumiendo todas las posibles consecuencias.
Son sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos en verdad admirables que a pesar de saberse frágiles, vulnerables y quizá sentir miedo, superan todo eso de la mano de Aquel que dijo: "En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo!" (Jn 16, 33).
Recuerdo haber leído que hace unos años, cuando cierto protectorado iba a comenzar a estar bajo la tutela de un poderoso gobierno anticatólico, muchas personas salieron huyendo, atemorizadas por lo que habría de venir. Un sacerdote que recién llegaba se topó con un amigo suyo que le preguntó: ‘¿cómo es posible que tú vengas llegando cuando aquí todos los que pueden quieren salir huyendo? Las cosas se van a poner color de hormiga para los católicos’. El sacerdote le respondió: ‘Precisamente por eso tenía que venir, para acompañar a los que no puedan huir’.
Eso mismo dicen todos los miembros de la Iglesia que han permanecido en países en los que miembros de otras confesiones religiosas secuestran, torturan y matan por igual a fieles y a miembros de la jerarquía católica; enemigos anónimos queman sus iglesias, multitudes enardecidas pintarrajean los muros, rompen las ventanas, destrozan el interior de centros católicos de ayuda humanitaria; gobiernos secuestran y desaparecen a obispos y sacerdotes; falsos testigos inventan cargos de blasfemia para que católicos inocentes sean quemados vivos o encarcelados de por vida o condenados a muerte. La lista de horrores es interminable, como interminable es el amor y el heroísmo de estos hombres y mujeres que se han dejado enviar como pidió Jesús y como pide san Pablo en la Segunda Lectura dominical (ver Rom 10, 9-18).
Este domingo celebramos el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones). La Iglesia nos invita a volver la mirada a los misioneros y misioneras que en todo el planeta arriesgan no sólo su salud y bienestar, sino su propia vida, con tal de llevar a otros, a los que ni siquiera conocen, el inmenso consuelo de descubrir la misericordia infinita de Dios y la salvación que les ofrece.
La intención de este día no es sólo que los recordemos con admiración, sino que nos dispongamos a echarles la mano de dos maneras muy concretas:
La primera consiste en aportar lo que podamos a la colecta que se recogerá en Misa, pues se destinará a apoyar las diversas misiones que se realizan en todo el mundo.
La segunda, pero no por ello menos importante, consiste en orar. Santa Teresita del Niño Jesús, Patrona de los Misioneros, nunca salió de misiones, pero siempre oraba por ellas. Imitémosla. Oremos intensa y diariamente por todos los misioneros, especialmente por los que sufren persecución, pidiendo a Dios que les dé luz y fortaleza para perseverar en su abnegada y heroica vocación.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “El regalo de la Palabra”, Col. ‘Fe y vida’, Ediciones 72, México, p. 144, disponible en Amazon)