Gratitud
Alejandra María Sosa Elízaga*
Ni las gracias me dieron.
¿Has oído o has dicho esta frase alguna vez? Expresa cierta amargura y decepción ante lo que se considera ingratitud ajena.
Es común que la gente espere que otros le agradezcan lo que hace por ellos. ¿Por qué? Quizá la respuesta tenga algo que ver con la vanidad, con sentirse bien por haber hecho un favor y haber obtenido reconocimiento por ello.
Se le da mucha importancia a la gratitud. Suele uno escuchar a los papás diciéndole a su niño o niña, cuando acaba de recibir un regalo o un favor: '¿qué se dice mijito?, ¿qué se dije, mijita?' para animarle a decir 'gracias. Desde chiquitos nos enseñan a ser agradecidos y serlo se considera prueba de 'buena crianza': ‘es de bien nacido ser agradecido’.
¿Por qué se da tanta importancia al agradecimiento? ¿Sólo para apapachar egos ajenos o mostrar buena educación?
Quizá en el mundo es así; se busca que la persona a la que se le agradece algo se sienta reconocida, vea que lo que hizo no pasó desapercibido. Recuerdo que cuando era chica y algún pariente o amigo de mis papás me enviaba una golosina o algún recuerdito en Navidad o en mi cumpleaños, mi mamá empezaba con: 'háblale para darle las gracias', y si no lo hacía. ‘¿ya le hablaste?, ¡háblale!’, y así, no paraba hasta que yo hacía esa llamada. Y no importaba si lo recibido me había gustado o no, el asunto era agradecerlo para hacer sentir bien a la tía, a la abuela, a la persona que me lo había enviado.
En cambio, en lo que respecta a Dios, como siempre, las cosas son al revés del mundo: el agradecimiento hace sentir bien ¡al que lo da! Es expresión de que uno reconoce que ha sido objeto de un favor, de un beneficio divino. Podría decirse que uno da las gracias porque capta que ha recibido una gracia, un regalo de Dios. Y sentirse de ese modo, favorecido por Dios, produce bienestar, felicidad, paz.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 17, 11-19), Jesús lamenta que sólo regrese a darle las gracias uno de diez hombres a los que ha curado de lepra (una enfermedad terrible que en ese tiempo era incurable y provocaba que quien la padecía fuera arrojado lejos de la ciudad, perdiera familia, casa, trabajo y toda esperanza; llevara luto por sí mismo, y viviera consumiéndose de hambre, enfermedad y abandono en zonas deshabitadas, con la prohibición de acercarse a la gente, obligado a llevar una campana al cuello y a gritar: ¡impuro, impuro!' cuando alguien pasaba, para alertarlo de su presencia e impedir que se encontrara de cerca con él).
A primera vista la queja de Jesús sorprende si uno la interpreta mal, como si Él estuviera deseoso de recibir gratitud y reconocimiento. Nada más lejos de Su intención. Recordemos que son numerosos los milagros en los que no sólo no espera gratitud sino que manda al beneficiado a que no cuente a nadie lo que hizo por él. No. Aquí no hay nada de 'ego'. Aquí lo que hay es, como siempre, el deseo de que ésos a los que curó por fuera, sean también curados por dentro; que luego de que han vivido tantos años siendo objeto de burlas y desprecios, se den cuenta de que ahora han sido objeto del amor de Dios, y su gratitud sea muestra de que han captado esto.
Jesús no se queda esperando un gesto ritual, un apretón de manos o un abrazo cortés, sino una muestra de que en los corazones de esos ex-leprosos brilla una luz, una certeza: la de ser amados inmerecida e incondicionalmente por Dios. ¿Para qué? Para que de ahí en adelante la gratitud sea el motor de sus vidas y no los dolorosos recuerdos o, peor, el resentimiento.
Jesús nos quiere agradecidos no para sentirse bien Él, sino para que nos sintamos bien nosotros, porque el dar gracias a Dios nos hace cada vez más sensibles para captar todo lo que Él hace en favor nuestro, lo cual nos permite caminar por la vida con la gozosa certeza de que somos constantemente objeto de la amorosa providencia divina.
Qué rico pues incluir la gratitud como ingrediente indispensable en nuestro diálogo diario con el Señor. Que al despertar lo primero no sea pedirle y pedirle cosas, sino darle las gracias por haber amanecido y por lo que traiga el nuevo día.
Que al recibirlo en la Eucaristía, lo primero no sea recitarle una larga lista de necesidades, propias y ajenas, sino darle las gracias porque siendo Autor del universo, se digna poner Su mirada en nuestra pequeñez y venir a hospedarse en nosotros.
Que a lo largo de la jornada vayamos agradeciéndole todo lo que en Su sabiduría y misericordia nos permite vivir, grande o pequeño.
Y que al disponernos al descanso nocturno, lo último que le dirijamos antes de entregarnos al sueño, sea un gesto de amor, salido de lo más hondo de nuestro corazón agradecido.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Gracia Oportuna”, Col. ‘Fe y Vida’, vol. 4, Ediciones 72, México, p.147, disponible en Amazon)