y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¿Qué caso tiene obedecer?

Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Qué caso tiene obedecer?

¿Te cuesta trabajo obedecer, en especial cuando consideras que cierta regla o ley no tiene sentido o no aplica en tu caso?

Por ejemplo, si vas caminando por la calle y debes atravesar una vía rápida en la que hay un puente para peatones, ¿utilizas el puente o te cruzas corriendo por abajo? O, si llegas a una esquina en la que no hay coches y te toca el semáforo en rojo, ¿te esperas o te pasas el alto?

La gente suele hacer caso omiso de reglas y leyes cuando se las impone una autoridad a la que no se siente sujeta y cuando las percibe como una imposición a la que no le ve sentido. Y aunque esa desobediencia puede tener consecuencias negativas (por ejemplo, el que se pasa el alto puede chocar con un auto que venía veloz y al que no había visto), quizá en ocasiones el desobediente puede salirse con la suya e incumplir, sin aparentes repercusiones, lo que se le manda.

Pero lo que aplica a la vida civil, escolar, laboral, etc. no siempre aplica a la vida espiritual. En lo que toca a cumplir las leyes de Dios, cualquier desobediencia tiene repercusiones negativas, pues equivale a ir en sentido contrario al camino bueno que nos propone Aquel que nos creó y que sabe mejor que nosotros mismos lo que nos conviene.

Negarse a amar, a perdonar, a construir la paz o la justicia, por citar unos ejemplos, es vivir a contracorriente de la vocación a la que Dios nos llama, y eso no nos puede hacer felices.

Y lo que se refiere a la obediencia a Dios también puede aplicarse respecto a obedecer lo que nos pide la Iglesia.

Hoy en día son numerosos los católicos que viven lo que un sacerdote llamaba 'fe de autoservicio', y que consiste en aceptar las normas y principios que se consideran 'razonables' y desechar las que no se comprenden o cuyo cumplimiento causa incomodidad o molestia. 'Soy católico pero yo me entiendo con Dios, no necesito ir a Misa', o 'voy a Misa pero eso de confesarme, no', o 'cumplo con dar limosna, no me pidan oración ni ayuno'.

Ese tipo de fe denota cierta soberbia, un creer que se sabe más, que se está por encima de la institución, que lo que ésta pide es para otros, para los débiles o tontos que necesitan estar sujetos a ciertas normas.

Pero la realidad es que esa visión es errada, es una tentación del maligno que invita a la persona a desobedecer aquello que, aunque de momento no parezca, contribuye para su bien y el de otros. En este sentido, en el Evangelio que se proclama en Misa este domingo (ver  Lc 2, 22-40) hallamos tres ejemplos de una obediencia que podía haberles parecido absurda a quienes se sujetaron a ella, pero que rindió abundantes buenos frutos.

El primer ejemplo lo tenemos en María y José, que, obedeciendo la ley de Moisés, llevan al Niño a presentarlo en el Templo de Jerusalén. Bien podían haber pensado: 'Seguro podemos zafarnos de esto, después de todo Jesús es Hijo de Dios, ¿por qué tenemos que cumplir como cualquier persona, y encima gastar en comprar un par de tórtolas o de pichones?' Pero ni se lo plantean. Simplemente obedecen, van.

Su obediencia permite que se dé un encuentro muy significativo entre ellos y Simeón, un anciano que nos da el segundo ejemplo de obediencia: Se trata de un hombre que vivía confiado en que el Espíritu Santo le prometió que no moriría sin haber contemplado al Mesías. Y quizá era el hazmerreír de sus contemporáneos, que veían que pasaban años y años y él seguía esperando que se cumpliera aquella promesa. Y por fin un día el Espíritu Santo lo mueve a ir al templo y él obedece, va. No dice: 'ya hace mucho que espero, no tiene caso, seguro es mi imaginación', sino que va y se encuentra nada menos con José y María que vienen llegando con el Niño en brazos. Su docilidad le permite ver cumplida su mayor esperanza.

El último ejemplo de obediencia nos lo da el propio Jesús, del cual nos dice San Lucas que vivió con María y José en Nazaret, y más adelante añade que se sujetó a la autoridad de ellos (ver Lc 2, 51). Pudiendo haber dicho: 'soy Hijo de Dios, aquí nadie me manda', eligió en cambio el camino de la obediencia y así nos marcó a nosotros una senda por la cual caminar seguros de no perdernos, tropezar o caer.

Me comenta un sacerdote amigo que su voto de obediencia le da mucha paz, pues si su obispo lo cambia de parroquia o le asigna alguna tarea, él ve en ello la voluntad de Dios para él. Asegura que no siente la obediencia como un yugo sino como una ayuda para avanzar por la vida con la certeza de ir en dirección correcta. Su concepto de obediencia tiene validez para nosotros como miembros de la Iglesia, pues estamos llamados a no sentirnos por encima de ella, ajenos a lo que nos pide, sino a cumplir sus mandamientos con la humildad y el gozo de saber que en ellos se expresa la voluntad del Señor para nosotros, lo cual es siempre para bien.

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga ‘Como Él nos ama’, Colección ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p.19, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 27 de diciembrre de 2020 en la pag web de Desde la Fe