Familia de Dios
Alejandra María Sosa Elízaga*
"Tú eres Mi Hijo amado; Yo tengo en Ti Mis complacencias".
Fue lo que dijo la voz que se escuchó cuando, luego de ser bautizado por Juan, Jesús salió del agua, los cielos se rasgaron y el Espíritu en forma de paloma descendió sobre Él, según narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 1,7-11).
Esta frase, que por estar dirigida directamente a Jesús bien podía haber sido transmitida en absoluto silencio, de corazón a corazón por así decirlo, resonó en cambio, en el Jordán, dándonos la privilegiada oportunidad de asomarnos a la intimidad del amor del Padre por el Hijo, concediéndonos atisbar hacia el interior del mar infinito de Su paternal ternura.
Algo en esta escena me hizo recordar otras que he contemplado muchas veces: cuando alguien joven vive un momento crucial de su existencia, (por ejemplo que recibe su título, que participa en un evento o concurso, que se casa, que se va a vivir lejos, etc.) y le acompañan sus papás, resulta siempre conmovedor verlos a ellos, que le miran emocionados, que le abrazan, que con toda el alma quieren alentarle, hacerle sentir su cariño, su apoyo incondicional.
Y creo que algo así sucede aquí en el Jordán. Jesús está viviendo un momento muy importante. San Marcos dice que viene "Jesús desde Nazaret de Galilea" (Mc 1,9), lo cual nos deja entrever que acaba de dejar Su hogar, aquél donde ha vivido siempre; que quizá viene de dar un abrazo a Su Madre, de despedirse de ella; que quizá viene de cerrar o traspasar el taller de carpintería de Su querido José, donde tantas horas pasó aprendiendo y trabajando a su lado; que viene de despedirse de Sus amigos, de Sus vecinos, de echar un último vistazo al paisaje que cobijó Su infancia y adolescencia. Y que llega aquí al Jordán, a empezar Su misión mezclándose con los pecadores que vienen a ser bautizados por Juan, y que en adelante lo esperan tentaciones, dificultades, la incomprensión y la enemistad de muchos, que desearán Su muerte.
Es un momento muy especial para Jesús. Y el Padre lo sabe. Y por eso vuelca en Él toda Su delicadeza enviándole Su Espíritu amoroso y diciéndole algo que sin duda Jesús ya conoce, pero que sin duda también no se cansa de escuchar: "Tú eres Mi Hijo amado. En Ti tengo Mis complacencias" (Mc 1,7).
Ser testigos de ello es tremendamente significativo para nosotros, no sólo por poder penetrar aunque sea un instante en la intimidad de la relación entre las Personas de la Trinidad, sino porque lo que sucedió en ese momento también sucedió en nuestro Bautismo, gracias al cual comenzamos a ser hijos del Padre, hermanos de Jesús, templos del Espíritu Santo.
Como bautizados podemos gozarnos en la cercanía de un Padre para el que somos hijos amados, podemos gozarnos en la certeza de tener un hermano, Jesús, que quiso hacerse cercano a nosotros y que prometió acompañarnos todos los días hasta el final; podemos gozarnos en la luz y la guía del Espíritu Santo.
También cabe hacer notar que, como siempre, la Palabra, viva y eficaz, tiene un mensaje pertinente para nosotros en lo que nos toca vivir. En este tiempo de pandemia, tal vez hemos sufrido dos extremos: por un lado tener que convivir forzosamente en un espacio reducido con familiares con los que no nos llevamos bien y con los que discutimos y nos peleamos, o por el otro lado, haber perdido familiares queridísimos de los que lloramos su ausencia porque nos hacen mucha falta. Y en cualquiera de los dos casos sentimos la tentación del desaliento al reconocer que nuestras propias familias están lejos del ideal, porque falta uno o más de sus miembros, o porque algunos están alejados o enojados, o quizá porque la convivencia familiar ha sido lastimada por la desunión, la falta de fe, la violencia, la incomprensión, las adicciones, la pobreza, la distancia.
Pero entonces el Evangelio dominical nos trae oportuno un mensaje muy esperanzador.
Nos recuerda que sin importar si tenemos o no papás en este mundo, si tenemos hermanos o estamos solos, si somos pecadores o santos, si tenemos una familia 'genial' o disfuncional, todos los bautizados formamos parte de una comunidad indivisible, de una comunidad de amor perfecto, contamos con el calor del mejor hogar posible, modelo, sostén y fundamento de todo hogar y fortaleza de toda relación humana.
Podemos celebrar que en lo hondo de nuestro corazón también resuenan la declaración de amor del Padre, las promesas de amor del Hijo, las inspiraciones de amor del Espíritu Santo. Quede, pues, atrás todo desánimo. Una sola certeza basta para ayudarnos a vivir colmados de paz y de alegría: la de saber que inmerecida pero verdaderamente somos familia de Dios.
(Adaptado del artículo del mismo título, del libro de Alejandra Ma Sosa E: “Como Él nos ama”, Colección ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 25, disponible en Amazon).