Invasión celular
Alejandra María Sosa Elízaga*
Un niño mordisquea su taquito y mira a su papá, que fue por él a la escuela y lo invitó a comer. ¡Quisiera platicarle tantas cosas! Pero éste no deja de hablar por su celular.
Una nena va por la calle de mano de su mamá. Mira todo con curiosidad y le encantaría aprender cómo se llama eso, qué dice allí, para qué sirve aquello, pero la señora no se entera, pues viene hablando por teléfono.
Tres hermanitos, sentados afuera del colegio, esperan a que pasen por ellos, pero no se ponen a platicar cómo les fue, sino a mensajear.
Amigos comparten una banca del parque, en un atardecer precioso con el cielo naranja y rojo, pero no lo pueden ver ni comentar, porque cada uno tiene la cabeza baja y la mirada fija en su celular.
En un asilo los abuelos reciben visita de sus nietos, que luego de saludar, se dejan caer en un sillón y se ponen a jugar con su celular.
Una familia está a la mesa. Suena el celular del papá. ‘Perdón, debo contestar, es importante’. La mamá aprovecha para revisar sus mensajes ‘un instante’. Luego de un rato, los hijos se ponen a chatear.
En Misa, alguien saca el celular, ‘sólo para checar sus mensajes’, pero luego se sigue, dándoles contestación. Ni se entera de cuándo fue la Consagración.
Una mujer que usa cubrebocas para protegerse del polvo durante un ventarrón, pisa chueco y cae al suelo. Algunos a su alrededor apresuran el paso; pensando, espantados, por qué se habrá caído, si tendrá coronavirus. Nadie se acerca a preguntar qué le pasa ni a ayudarle a levantarse, pero muchos la graban con su celular para subir el video a su red social.
Un tío come con sus sobrinos, esperando pasar con ellos una tarde divertida, armando algo o disfrutando un juego de mesa, pero están entretenidos con su nuevo celular y no lo quieren soltar.
En un hospital, un paciente recibe visita de sus familiares, que tras preguntarle cómo está, se sientan a mandar mensajes en sus celulares.
Un feligrés se acerca al confesionario. Ve al padre mirando su celular, y se aleja pensando que está ocupado.
Adultos y niños que salen en auto de vacaciones, no ven que van atravesando por paisajes espectaculares. Es que, excepto por el conductor, todos tienen la mirada clavada en sus celulares.
Personas comparten una espera quizá en una oficina, una fila, un consultorio. Podrían conocerse y conversar, pero se dedican a mirar su celular.
¿Te suenan conocidos estos ejemplos? ¿Los has visto, o tal vez protagonizado?
Quién sabe qué está sucediendo. Usar celular, que al inicio era sólo una ayuda para contactar a alguien en caso de emergencia o si pasaba algo importante, se ha convertido en un verdadero vicio, una adicción cada vez más exigente, que hace que mucha gente entre en pánico si deja el celular en casa, pues le es indispensable checarlo a cada instante.
Y aunque parecería que las personas están más conectadas, lo están menos, pues como cada vez mandan más mensajes, los hacen más breves. Ya ni siquiera usan palabras completas. El otro día leí que alguien daba ‘grx’ a DNS. (‘gracias’ a ‘Dios nuestro Señor’), ¡háganme el favor!
¿Qué nos está pasando? Estamos deshumanizado nuestra percepción de la realidad, acostumbrándonos a verlo todo a través de una pantalla. Tal vez a eso se debe la moda de tomarse ‘selfies’: se quiere tener registro de dónde se ha estado y con quién, porque no se recuerda haberlo vivido de manera real, sólo virtual.
Estamos dando prioridad a la comunicación con los ausentes e ignorando a los presentes. Pero en nuestro afán de acercarnos a los lejanos, alejamos a los cercanos.
Pero los cercanos son los reales, los de carne y hueso, los que Dios puso a nuestro alrededor, no para mensajearnos o videograbarnos, sino para que en persona nos miremos, nos escuchemos, nos amemos, nos ayudemos y nos dediquemos tiempo y atención.
Estamos viviendo una verdadera invasión. Es hora de parar.
Faltan menos de dos semanas para iniciar la Cuaresma. ¿Qué tal si en esta ocasión, como parte de nuestras privaciones voluntarias, nos proponemos también ayunar de celular?