El fuego del Espíritu Santo
Alejandra María Sosa Elízaga*
Tenemos tan domesticado el fuego que sólo nos acordamos de él cuando nos falta o se sale de control. Nos hemos acostumbrado a verlo como llamita regulable en la estufa, flama en el calentador de agua, en velas que apagamos a soplidos en el cumpleaños o con las que, cuando se va la luz, nos alumbramos.
Pero no siempre fue así. Cuando el hombre no dominaba el fuego, todo lo comía crudo, se bañaba en agua helada y al caer el sol, quedaba sumido en la oscuridad, ¡ah!, pero cuando descubrió cómo tener y mantener fuego encendido, la vida del ser humano cambió, y en incontables aspectos, mejoró.
¿A qué viene esta reflexión? A que este domingo la Iglesia celebra la Solemnidad de Pentecostés, cuando a cincuenta días de la Resurrección, Jesús envió, sobre María y los Apóstoles, que estaban reunidos orando, Su Espíritu Santo, que descendió como viento impetuoso y se posó sobre cada uno en forma de lengua de fuego (ver Hch 2, 1-11).
Es significativo que se manifestara como fuego, pues ello significa que puede hacer por nosotros, espiritualmente, lo que hace el fuego físicamente. Consideremos lo siguiente:
El fuego nos da luz
También el fuego del Espíritu Santo nos ilumina. Nos rescata de la tiniebla del miedo, gracias a que lo recibimos en el Bautismo, podemos desterrar todo temor porque somos y nos sabemos hijos adoptivos y amadísimos de Dios. Nos libra de la tiniebla de la ignorancia, nos guía a la Verdad; alumbra nuestro entendimiento para que comprendamos la Palabra de Dios, distingamos lo malo de lo bueno y podamos elegir lo perfecto, lo que agrada al Señor. Y nos da los carismas necesarios para salir a edificar en nuestro mundo el Reino de Dios.
El fuego calienta
También el fuego del Espíritu nos da calor, derrite el hielo del corazón que nos hace ser fríos e indiferentes, y nos colma de amor, paz, paciencia, generosidad, bondad y cuanto necesitamos para ir con calidez al encuentro de los demás.
El fuego atrae y congrega
La gente se reúne alrededor de una fogata o chimenea. También el Espíritu Santo nos congrega en la unidad de la Iglesia, nos integra a la familia del Padre, nos conforta, nos consuela, nos libra de la soledad.
El fuego cuece, fragua
También el fuego del Espíritu Santo nos ayuda a que cuajen, consoliden, nuestras buenas iniciativas e intenciones, porque nos colma de los dones (sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios), que necesitamos para vivir como verdaderos cristianos.
El fuego purifica y quema
También el fuego del Espíritu Santo nos purifica, nos ayuda a reconocer nuestros pecados, confesarlos y superarlos. Nos ayuda a achicharrar ese egoísmo que nos impide poner lo que somos y tenemos al servicio de Dios y del hermano.
El fuego incendia
También el fuego del Espíritu Santo puede incendiarnos el corazón, inflamándolo de amor, paz, justicia, perdón. Jesús dijo: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo”. (Lc 12, 49). Lo recibimos en nuestro Bautismo y Confirmación; ya tenemos ese fuego, ahora ¡hemos de mantenerlo!
Pide san Pablo: “No extingáis el Espíritu” (1Tes 5, 19). En este Pentecostés, no estamos llamados a ser bomberos, sino espirituales piromaniacos, que vayamos, por dondequiera, todos encendidos y a todos incendiando, con el fuego del Espíritu Santo.