Ascensión, no desaparición
Alejandra María Sosa Elízaga*
“Les conviene que me vaya”
Si esta frase la dice una persona que te cae mal, un familiar pesadito que está pensando en irse a vivir lejos, o un compañero de trabajo que será transferido a otra oficina, dirías para tus adentros: ‘¡claro que conviene, y mientras más pronto, ¡mejor!!’
Pero si esa frase la dijera la persona que más amas en el mundo, probablemente se te apachurraría el corazón y no considerarías conveniente que se fuera, todo lo contrario, te daría grandísima tristeza pensar en perderle, querrías que se quedara ¡para siempre!
Pues en el Evangelio que se proclamó el pasado martes, escuchamos a Jesús decir esa misma frase (ver Jn 16, 5-11). La Iglesia nos la presentó en estos días previos a celebrar la Ascensión del Señor, cuando luego de haber estado apareciéndose a Sus discípulos y conviviendo con ellos después de que resucitó, Jesús volvió al cielo.
Jesús les había prometido que les enviaría Su Espíritu Santo, el cual sería su abogado, su consuelo, que los guiaría a la verdad, que les recordaría Sus Palabras (ver Jn 14, 14-17.26), y fue entonces cuando les dijo que les convenía que Él se fuera, pues si no se iba, no vendría a ellos el Espíritu Santo, en cambio si se iba, Él se los enviaría.
Probablemente, como en tantas otras veces en que Jesús les dijo algo que no lograban entender y de lo que sólo captaban lo malo y no lo bueno (como cuando en tres distintas ocasiones les anunció que lo matarían y que resucitaría), los discípulos se pusieron tristes, no creyendo que podría convenirles que se les fuera Su Maestro.
Y sin embargo, sí les convino, y ¡mucho! y no sólo a ellos, ¡también a nosotros!
¿Por qué? Por muchas razones, pero cabe destacar, en este corto espacio, al menos dos:
La primera, es que, como siempre, Jesús cumplió lo prometido, y luego de volver al cielo, envió Su Espíritu Santo, que les dio la luz, la fortaleza, la valentía, la sabiduría que necesitaban para cumplir Su mandato de ir a anunciar a todas las naciones el Evangelio.
¡También a nosotros nos envió Su Espíritu Santo! Lo recibimos en el Bautismo, que nos hace hijos adoptivos del Padre, y en la Confirmación, cuando nos da los dones y carismas que necesitamos para edificar el Reino de Dios en nuestro mundo y vivir dando auténtico testimonio cristiano.
La segunda, es que a partir de la Ascensión hubo un ‘antes’ y un ‘después’, de la manera como los discípulos se relacionaban con Jesús.
Antes de la Ascensión, lo veían, podían estar con Él, escucharlo, tocarlo, abrazarlo, incluso comer juntos. Pero después de la Ascensión tuvieron que aprender a percibir de otro modo la presencia de Jesús. Y aunque al principio seguramente extrañaban no verlo físicamente, pronto comprendieron que ahora estaba más presente, pues antes no siempre podían verlo, por ejemplo cuando se iba Él solo a orar, o a atender a algún enfermo, y en cambio a partir de Su Ascensión, lo tenían con ellos siempre, podían dirigirse a Él las veinticuatro horas del día, todos los días del año.
En ese sentido, no tenemos nada que envidiarles a los Apóstoles, gozamos de la presencia de Jesús ¡del mismo modo que ellos! Podemos verlo con los ojos del alma, escucharlo a través de Su Palabra; recibirlo en la Eucaristía.
Su Ascensión no fue desaparición, Él sigue aquí. No sólo cumplió lo que había prometido, y envió Su Espíritu Santo, sino cumplió también otra promesa que hizo y que la Iglesia hoy nos recuerda en la Aclamación antes del Evangelio y en la Antífona de la Comunión: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Por eso podemos ir por la vida con el gozo y la paz de sabernos permanentemente acompañados por Aquel que a la vez que subió al cielo, por amor quiso quedarse para siempre a nuestro lado.