Mensaje de madera
Alejandra María Sosa Elízaga**
Todavía no clarea el día y ya están trabajando.
Cada uno en lo que sabe hacer: pegar tabiques; poner castillos, trabes, aplanados, subir mezcla escalando unos peldaños casi imposibles clavados sobre una angosta tabla de madera cuya pendiente da vértigo de solo verla.
Sus manos van edificando casas, edificios, puentes, calles, ciudades.
Sin que se sepa cómo y a qué horas, hacen surgir paredes, columnas, techos que albergarán hogares u oficinas después de que ellos se hayan marchado como llegaron, anónimamente, a seguir su oficio en otra parte.
Los observo y recuerdo esas primeras comunidades de cristianos que construían la Iglesia aportando cada uno su carisma, poniendo cada uno lo que tenía a disposición de los demás.
Ellos también saben de eso: son también comunidad de constructores que se reúnen y cada mediodía comparten el refresco, el chile, las tortillas calientes, un guisadito si se puede.
Mas lo mejor de todo es que también acostumbran compartir su fe.
Cada tres de mayo las iglesias se llenan de albañiles que van cargando cruces de madera primorosamente decoradas por sus mujeres con listones y flores.
Es bello el espectáculo y significativo que suceda siempre en este tiempo de Pascua, pues es evidente que la cruz a la que rinden homenaje es la del Resucitado, cruz hermosa, florida, llena de vida.
Dice el salmista: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores" (Sal 127,1).
Ellos lo saben. La cruz que llevan a bendecir y luego colocan en un lugar destacado de la obra es elocuente testimonio de que estos edificadores reconocen que es el Señor quien edifica, que de Él depende todo proyecto, que sin Él no se realiza nada.
Contemplar esa cruz es saber que quienes con sus manos levantaron esta nueva creación la han encomendado al que con Sus manos creó el mundo.
Mirar esa cruz es sentirse llamado a cimentar toda obra en Aquel que es la piedra angular (ver 1Pe 2, 4-8).
Los vecinos de las construcciones suelen alegrarse cuando éstas terminan porque se quejan del ruido, de los martillazos, del radio a todo volumen.
Existe una razón mucho mayor para alegrarse: la de ser privilegiados testigos de una manera sencilla y eficaz de evangelización: sin importar quiénes serán los futuros ocupantes de estas construcciones, si son creyentes o no, quienes las realizan se van dejando atrás un mensaje.
Al igual que aquellos de quienes nos habla el Evangelio, que luego de encontrarse con Jesús se dedican a contar lo que Él ha hecho en sus vidas, pues no pueden callar, estos hombres entregan también un testimonio mudo pero expresivo: una cruz que proclama la existencia de Dios; una cruz que celebra el trabajo en común; una cruz que prueba que es posible vivir la fraternidad porque evoca ese día en que a su alrededor hubo fiesta y empleados y patrones compartieron la misma comida; una cruz que no permite que se olvide que es al Señor al que hay que agradecerle y encomendarle cada nuevo lugar.
Resulta conmovedor contemplar la ciudad y considerar que todo: lo mismo un edificio 'inteligente' del cual salen ejecutivos engomados con portafolio y celular en mano (que quizá ni piensan en Dios), que un convento (en el que se reza todo el día), una residencia suntuosa, un hospital, una tiendita, un asilo, una vivienda de interés social, en suma, cuanto abarca la vista, tiene algo en común: antes que nada fue habitado por el Señor, que un tres de mayo aceptó encantado una invitación gozosa y humilde para venir a quedarse.
Cuando descubras una cruz de éstas tómate un momento para elevar una plegaria de gratitud a Dios por estos hermanos cuya abnegada labor no solemos reconocer y a quienes no sólo les debemos desde las pirámides hasta los rascacielos, sino también el sembrar, con infinito cariño y devoción, nuestro paisaje urbano con cruces destinadas a recordarnos constantemente que "del Señor es la tierra y cuanto hay en ella; el orbe y los que en él habitan". (Sal 24, 1)