Alegría e incomodidad
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Cómo es posible que durante horas y horas hayan estado esperando de pie, bajo una lluvia helada y un viento que calaba los huesos?
Y ¿por qué se alegraron de ver el humo blanco si ni siquiera sabían quién resultó electo?, ¿por qué no se esperaron hasta conocerlo, qué tal si el elegido no resultaba de su gusto?
Son preguntas que me hizo una persona sorprendida al ver los miles y miles de gentes que colmaron la Plaza de san Pedro y más allá (y que no fueron ‘acarreadas’, sino por el puritito gusto de estar ahí).
A ella no le cabía en la cabeza que alguien pudiera someterse voluntariamente a tal incomodidad y menos aún la euforia que provocó ver la fumata blanca.
Le respondí que sólo hay una explicación: el amor al Papa.
Me preguntó: ¿pero cómo pueden amarlo si no lo conocen?’
Le dije: lo que sabemos de él nos basta: es el sucesor en línea ininterrumpida desde san Pedro, a quien Jesús nombró la piedra sobre la que fundó Su Iglesia (ver Mt16,18-19); el pescador en cuyas manos el Señor puso el timón de Su barca; el pastor al que le encomendó a Sus ovejas (ver Jn 21, 15-17).
Lo amamos desde antes de conocerlo porque es signo tangible de la unidad de la Iglesia Católica.
Ningún otro grupo religioso cuenta con alguien a quien todos, desde cualquier rincón de la tierra, le reconozcan primacía y autoridad; muchos tienen líderes locales, regionales, incluso nacionales, pero ninguno como el Papa, a quien mil doscientos millones de católicos dispersos por todo el mundo volvemos la mirada para que nos indique el rumbo que debemos tomar.
Llevábamos en la orfandad trece días que nos parecieron eternos, y enterarnos de que de nuevo teníamos padre y pastor, nos hizo regocijarnos.
Y ya pueden los enemigos de la Iglesia ponerse a buscar y rebuscar a ver si encuentran algo en el pasado del Papa que puedan criticar, o detectan algún pariente incómodo al que puedan ir a entrevistar a ver si le sacan una declaración escandalosa, que no van a lograr aguarnos la fiesta.
Los católicos sabemos de antemano que nadie es perfecto, y creemos en la conversión, en el arrepentimiento, en el perdón. Pero sobre todo, nuestra adhesión al Papa no se debe a sus cualidades personales, que las tiene y a raudales, sino a que fue el elegido del Espíritu Santo; por eso lo amamos y nos alegramos.
Ahora bien, cabe hacer notar algo más:
Cuando se supo que el nuevo Papa eligió llamarse Francisco, de inmediato se pensó en san Francisco de Asís, admirado por creyentes y no creyentes porque era humilde, sencillo, caritativo.
Y apenas salió al balcón el Papa Francisco, y fue evidente que tenía esas cualidades, nos conquistó y nos dejó emocionados (incluso los comentaristas no católicos estaban impactados).
Pero no podemos quedarnos sólo con la imagen dulce de san Francisco.
Recordemos que Dios lo llamó a ‘reconstruir Su Iglesia’, una tarea que incomodó profundamente a muchos de sus contemporáneos.
Que se atreviera a vivir la pobreza evangélica, incomodó a quienes estaban apegados a sus bienes; que se atreviera a confiarse enteramente a la Providencia Divina incomodó a quienes confiaban más en su propio poder; que amara a todos incomodó a quienes se regían por el odio y la violencia.
No nos engañemos, aunque nos encante su sonrisa gentil y su don de gentes, no debemos olvidarnos de que el Papa Francisco vino también a incomodarnos.
No sólo su enseñanza, sino su sola presencia, su sola coherencia cuestionará nuestras prioridades, nos hará preguntarnos si nos regimos por los criterios del mundo o de Dios.
El Papa Francisco vino a desinstalarnos de nuestras seguridades, a rescatarnos de vivir una fe cómoda que no nos exige nada, y eso tal vez nos va a incomodar, pero también a alegrar, porque si somos dóciles, nos conducirá, con gentileza y firmeza y una exigencia nacida del amor, por el camino que nos lleve al encuentro del Señor.
También en la pag web de 'Desde la Fe' (www.desdelafe.mx) y en la del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (www.siame.com.mx)
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