Querido padre José Luis
Alejandra María Sosa Elízaga*
“Creí que iba a poder colarme al final feliz”.
Así dijiste hace décadas, tras recuperarte de un padecimiento que te tuvo a las puertas de la muerte. Tus feligreses exclamamos: ¡Ay no, padre! ¡Ojalá falte muchísimo tiempo!’.
Y gracias a Dios así fue; te disfrutamos todavía muchos años.
No te colaste en aquella ocasión, pero tampoco ahora. Entraste por la puerta grande, la del Jubileo de la Misericordia, y te la abrió Santa María de Guadalupe, la que siempre fue la fuente de tu alegría; la que puso en ti, como en Juan Diego, su mirada compasiva, y te mostró su especial predilección, concediéndote el privilegio de nacer al cielo en sábado, día de la semana que la Iglesia dedica a Ella, quien sin duda te ha recibido, y te ha arropado con su manto de estrellas, su muchachito querido.
Miraba la foto grande que pusieron frente al sencillo ataúd en el que reposabas mientras se celebraba la Misa de cuerpo presente en el altar mayor de la Basílica, y recordaba que no quisiste ser obispo, y aceptaste a regañadientes el título de Monseñor; te presentabas simplemente como sacerdote. Te apenaba ponerte esas vestiduras con las que sales retratado. Usabas siempre camisa blanca, y pantalón negro, un poco corto y ya brilloso de tanto plancharlo. La tuya era genuina humildad, y nunca te importó lo material.
Muchos medios católicos dieron la noticia de tu deceso, y publicaron luego tus logros más notables: que dominabas el náhuatl, eras el mayor experto en el Acontecimiento Guadalupano y fuiste pieza clave para la canonización de san Juan Diego, pero ninguno mencionó algo que para cientos de familias era lo más significativo: que fuiste rector en la capilla de san Buenaventura, al sur de la Ciudad de México, durante casi un cuarto de siglo.
Allí te conocí cuando era adolescente. Iba con mi mamá a Misa de 9 am.
Recuerdo que no decías homilía, para que quienes tenían prisa pudieran irse, pero al terminar te sentabas, explicabas las Lecturas, y preguntabas: ‘¿comentarios o dudas?’, abriendo así un rico espacio, que permitía a la gente expresarte sus inquietudes.
Tus respuestas sabias y breves nos hacían aprender, no pocas veces reír, y eran tan interesantes que hasta los de las prisas terminaban por quedarse.
Y ¡qué decir de tus obras y conferencias sobre tu amada Guadalupana!, nos enseñaste a valorarla y amarla.
Estando tan ocupado, te dabas tiempo para acudir puntualmente cada semana a dar a mi grupo de preparatoria un curso de ‘parapsicología’, tema que encontrábamos atractivo, y que aprovechabas para hablarnos de Jesús, que era siempre tu objetivo.
Contabas que en tu ordenación le prometiste a Dios nunca negar un Sacramento, y lo cumpliste. Si uno llegaba, tal vez inoportunamente, a preguntarte: ‘¿padre, me puede confesar?’, respondías siempre: ‘¡claro!’, siempre dispuesto a escuchar y a aconsejar, nunca a regañar.
Cuando te cambiaron a la Basílica, (era lógico, tu Madrecita quería tenerte cerca), redescubriste y disfrutaste tu vocación de confesor, y pasabas largas horas reconciliando a la gente con el Señor.
Tenías gran sentido del humor y una risa cándida como la de un niño.
Te encantaban los helados de frutas, la comida japonesa, e invitar a toda la comunidad a convivir y saborear las deliciosas paellas que tanto disfrutabas preparar.
Imposible contar tantos recuerdos que vienen a la mente, pero hay uno en especial que no puedo dejar de mencionar y agradecer: cuando me alejé de la Iglesia durante mi período universitario, fuiste tú el instrumento que Dios empleó para animarme a volver.
Querido padre José Luis, que no te colaste, sino llegaste a la eternidad acogido por tu Morenita del Tepeyac, ruega al Señor por nosotros, para que como te lo ha concedido a ti, nos conceda también alcanzar, no sólo el final feliz, sino la felicidad sin final.