El testimonio de Teresa de Calcuta
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Para qué canonizar a la madre Teresa de Calcuta?
Un amigo planteaba esta pregunta, en un tono que parecía implicar que ya hay muchos santos, que para qué añadir más.
Es verdad que la Iglesia Católica cuenta no sólo con muchos, sino con muchísimos santos y santas, hombres y mujeres que han dado un testimonio heroico de su fe.
Pero nunca sobran.
¿Por qué?
Porque los santos ruegan por nosotros y son un ejemplo a seguir, y el hecho de que haya muchos, de todos colores y sabores, facilita que personas de las más distintas condiciones, de todo tiempo y lugar, puedan familiarizarse con alguno-s o alguna-s, recurrir a su intercesión e imitar sus virtudes.
En el caso de la madre Teresa de Calcuta, su canonización ha generado una gran emoción, porque fue una religiosa mundialmente conocida y admirada, ya considerada santa cuando todavía vivía, y a la que sentimos cercana, no nada más porque la vimos muchas veces en el periódico y la televisión, sino porque en todas esas veces su testimonio nos tocó el corazón, nos sembró una semilla, nos dejó una lección.
Hay una foto donde sale Diana de Gales, altísima, guapísima, vestida a la última moda, de la mano de la madre Teresa, bajita, arrugadita, humildemente vestida con el sari que usan las mujeres más pobres de la India, y sin embargo es la madre la que llama la atención, a la que no puedes dejar de contemplar, porque su mirada y su sonrisa irradian una luz muy especial, esa belleza extraordinaria, que no es física, sino espiritual.
Hace relativamente poco se publicó un libro en el que se dieron a conocer cartas que la madre escribió a su director espiritual, y que fueron publicadas contra su voluntad, pues ella pidió que se destruyeran cuando muriera.
En ese libro hay una carta en la que afirma sentir como si Dios no existiera, y ese solo renglón, citado fuera de contexto, ha hecho que muchos se escandalicen, y otros tal vez se alegren pensando: ‘ya lo decía yo, Dios no existe’.
Pero la madre no quiso decir que Dios no existe, quiso simplemente compartir cómo se llegó a sentir. Y la razón se descubre en el mismo libro: se ofreció a Dios como víctima por la salvación de las almas; le pidió sufrir para ofrecer sus sufrimientos por los demás.
Y el Señor le concedió experimentar un gran sufrimiento: el de no volver a sentir esa comunicación íntima con Él a la que se había llegado a acostumbrar.
No hay que quedarse sólo en lo que sintió o lo que dijo al respecto, lo valioso en este caso es notar cómo a pesar de sentirse privada de los consuelos a que Dios la tenía habituada, no dejó de creer en Él, no dejó de amarle y de descubrirle y amarle en todos, especialmente en los más pobres de los pobres, a los que servía con devoción y alegría; no dejó de obedecerle y saber que Él estaba a su lado, aunque permaneciera callado.
Tenía claro que todo lo hacía por Dios, por amor a Él, y eso le permitía realizar gozosamente labores tan difíciles y repugnantes, que muchos no las hubieran hecho ni por un millón de dólares; le permitía hablar, exhortar, aconsejar, con entera libertad; le permitía entregarse y enseñar a otros a entregarse enteramente al Señor, a dar aunque duela, es más, considerar que si duele, es buena señal; le permitía nunca posponer, recortar o suprimir sus tiempos de oración; y sobre todo, mantenerse en permanente disponibilidad para cumplir, con alegría y prontitud, la divina voluntad.
En este domingo 4 de septiembre, cuando el Papa Francisco la canonice, tómate un momento para preguntarte y reflexionar, tú ¿qué le aprendiste a la madre Teresa?, ¿qué testimonio te dejó?, ¿qué semilla te sembró?