y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¡Dale vacaciones!

Alejandra María Sosa Elízaga**

¡Dale vacaciones!

Una nena camina por la calle de mano de su papá. Muere de ganas de platicarle cómo le fue en la escuela, pero él viene hablando por celular.

Tres amigos comparten una banca en un parque, pero no platican entre sí, hablan por celular.

En un hospital, el enfermo mira callado por la ventana, mientras sus visitas atienden sus teléfonos.

Los abuelos recogen en el kinder al nieto, que corre a pedirles, ¿un dulce?, ¿algo para jugar con ellos?, no, su celular.

Una estudiante sufre un ataque de pánico, mientras sus compañeras la consuelan diciéndole: ‘¡qué horror!’, ‘¡qué mal!’, ‘si necesitas algo cuenta con nosotras’. ¿Qué le pasa?, ¿se le enfermó o murió algún familiar? No. Recién se dio cuenta de que no trae su celular.

Un ancianito en un asilo anhela la visita de sus nietos, pero cuando estos llegan se sientan a textear en un sillón, mientras él mejor se pone a ver televisión.

A un café entran a desayunar papá, mamá y un adolescente, que se queja: ‘¡este lugar apesta! ¡no tiene wi-fi!’ Ellos, pícaros, eligieron ese sitio esperando poder platicar con su hijo, pero no les resultó, porque éste salió a la calle, celular en alto, tratando de ‘pescar’ una señal, lo logró y allí permaneció.

¿De casualidad has visto o, peor, protagonizado alguna de estas escenas?

El celular es el nuevo ‘chupón’ que dan a los bebés para que se calmen (sin importar el daño que les cause la radiación y despertar en ellos a tan temprana edad una adicción). Se ha vuelto un entretenimiento para los niños; y para los adultos un escape, una distracción para entrar en contacto con algo o alguien que consideran ‘mejor’, y no prestar atención a lo que sucede alrededor.

La gente lleva su celular a todas partes, incluso ¡al baño! Ya un bello paisaje, una escena familiar, un momento inolvidable no se contempla en directo sino a través de una pantalla, y nos hemos acostumbrado a hablar como texteamos, a expresar nuestros sentimientos con emoticonos, a relacionarnos con los demás a través de un chat.

El celular acerca a los lejanos, pero aleja a los cercanos. Y eso se puede volver algo grave cuando entre esos cercanos están nuestros seres amados y, sobre todo, Dios.

El otro día en Misa, sonó el celular de un señor que se puso a platicar a voz en cuello, eso sí, volteado hacia la pared, creyendo que así no lo escucharíamos.

Y no es raro que mientras empieza la Misa, en lugar de orar, algunos se pongan a textear, no presten atención a la Palabra (tal vez porque no se las proclama su celular), y durante la homilía aprovechen para checar lo que les acaban de mensajear.

¿Qué tal si durante estas vacaciones nos atrevemos a darle vacaciones al celular o al menos dosificamos su uso, ponemos reglas como no usarlo en la mesa, ni en la reunión familiar, ni en el encuentro con amigos, y mucho menos en la iglesia?

El ser humano vivió durante siglos sin celular, ¡no es posible que ahora sienta que se muere si le llega a faltar!

Démonos la oportunidad de platicar con los demás en persona, escucharlos sin tener un audífono enchufado en la oreja, sonreírles y abrazarlos de verdad.

Y, lo más importante, dialoguemos con Dios. Para eso no necesitamos wi-fi ni tarjeta telefónica ni carga en la batería ni pagar costos de ‘roaming’. Él está en todas partes, dispuesto siempre a atendernos y a respondernos.

Como dice un letrerito en la puerta de mi parroquia: ‘Silencia tu celular, que Dios te quiere hablar...’

Publicado en ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México, domingo 12 julio 2015, p.2