Distintos pero iguales
Alejandra María Sosa Elízaga**
Uno era pescador, el otro tejedor; uno tal vez a duras penas sabía leer y escribir, el otro había recibido una esmerada educación; uno era un hombre sencillo, el otro se codeaba con la ‘crema y nata’ de su país.
Me refiero a san Pedro y san Pablo.
No podían ser más diferentes, y sin embargo eran ¡tan parecidos!
Y no sólo por esas coincidencias entre ambos que probablemente motivaron a la Iglesia a celebrarlos juntos cada 29 de junio: que ambos fueron grandes Apóstoles, elegidos por el propio Jesucristo para su importante misión: Pedro, la piedra sobre la que se edificó la Iglesia (ver Mt 16, 18), y Pablo, el primer y más grande evangelizador y misionero (ver Hch 9, 15;13,2; 22,21), y que ambos entregaron su vida por Cristo, sino por otras características que los dos compartieron y que nos permiten sentirlos más humanos, más cercanos, y valorarlos, admirarlos y amarlos más.
En un principio, ambos confiaron demasiado en sí mismos y de este error fueron advertidos por el Señor.
Cuando Pedro le aseguró a Jesús que aunque todos lo negaran, él no lo negaría; Jesús le anunció que antes del canto del gallo, ya lo habría negado tres veces, y así fue (ver Mt 26,33.69ss).
Y Pablo, que se sentía muy seguro de estar en lo correcto persiguiendo cristianos para acabar con ellos, tuvo tremendo encontronazo con Jesús, que lo derribó de su soberbia y le permitió comprender lo equivocado que estaba (ver Hch 9, 3-5).
Los dos tuvieron una fuerte experiencia de conversión:
Pedro lloró tras negar a su Maestro (ver Mt 26,75), y Pablo, quedó ciego, y pasó tres días sin comer ni beber (ver Hch 9,8-9), seguramente reflexionando, tejiendo lo que serían las bases de una nueva manera de pensar, que volcaría luego en sus extraordinarias cartas.
Los dos recibieron el perdón del Señor: Pedro, mediante un delicado y elocuente recado que Jesús le envió con las mujeres que fueron al sepulcro vacío (ver Mc 16,7), y Pablo a través de Ananías, a quien Jesús le envió a imponerle las manos y devolverle la vista (ver Hch 9, 10-18).
Los dos aprendieron la lección y se volvieron verdaderamente humildes.
Por ejemplo: cuando Jesús le preguntó a Pedro si lo amaba más que los otros, éste no se atrevió a alardear de amarlo, sólo se atrevió a decir que lo quería, en tácito reconocimiento a su limitada capacidad de amar, a sus frágiles fuerzas (ver Jn 21, 15-17), y Pablo reconoció que todo lo que era y tenía, lo recibió de Dios sin merecerlo (ver 1Cor 15, 9-10).
Los dos fueron dóciles a lo que Dios les pidió.
Por ej: Pedro aceptó hacer algo que hubiera sido impensable para él, guiado por una visión del cielo (ver Hch 10-11,18), y Pablo obedeció al Espíritu del Señor, cuando le impidió ir a ciertos lugares a evangelizar (ver Hch 16, 6-7).
Los dos se alegraron de sufrir por Cristo.
Pedro salió feliz de haber sufrido azotes (ver Hch 5,40), y cuando Pablo fue azotado y encarcelado, se puso a cantar Salmos de alabanza (ver Hch 16, 22-25).
Los dos se pusieron tan confiadamente en manos de Dios que gozaban de extraordinaria paz.
Cuando Pedro fue encarcelado, no pasó la noche en vela angustiado; el ángel del Señor que fue a sacarlo de la cárcel, lo encontró ¡dormido! (ver Hch 12, 7-11), y Pablo pasó las más grandes pruebas sin preocuparse ni desesperarse jamás (ver 2Cor 4, 8-18).
Ambos eran humanamente distintos, pero iguales en lo esencial, en lo que cuenta, en su amor por el Señor y por Su Iglesia, y en su inquebrantable fe, esperanza y caridad; fueron hermanos en la fe y gemelos en la santidad.